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El latido famélico de Tolomeo, su perro guardián, le estremeció hasta la ultima fibra de su ser, en el momento en que, por fin, en plena madrugada, bañado en sudor, jadeante y con las manos heladas de pavor arribó a su ranchería. Ezequiel Uriana sabía de sobra que el suyo, como todos los perros de aquella interminable planicie desértica, era mudo, y que su insólita dieta de cartón, bolsas plásticas, tierra y sobras, no le permitían ánimos de ladrar a menos de que el asunto, por su gravedad o alcance, así lo ameritara. Las sospechas que por desgracia traía consigo eran validadas por esos latidos de dolor, Ezequiel Uriana supo en ese momento, sin siquiera entrar al rancho de bahareque donde ahora residía la tragedia, que la pequeña Hassai, su hija menor, había muerto de hambre.
Meses atrás, la demencia brutal de los tiempos modernos descargó todo su ímpetu. Intensos y numerosos chaparrones diluvianos saturaron las resecas tierras de la ranchería. Llovió a cantaros varias semanas, el desierto por esos días dio espacio al fango y al anegamiento, y eso, en un lugar como ese, en donde lo que nace y se sostiene poco o nada tiene que ver con la agua, en donde casi todas las cosas y las situaciones escapan a la lógica hídrica, la lluvia a veces termina haciendo más daño que la sequedad.
Ezequiel, que como todos los indígenas de su raza asentados en aquellos áridos parajes, trataba de hacerle el quite a su destino de miseria, poseía un pequeño hato. Pastoreaba con dedicación al mismo tiempo, sus caprinos, su pobreza, su vida, la de dos mujeres y la de trece hijos, hasta que el agua, de manera insólita, fue tanta, que los animales empezaron a enfermarse por las pezuñas, debido al extraño fango en el que se movían. De esta manera, revelada la acrimonia de las lluvias, el reducido hato fue menguando por varios días. Ezequiel vio morir varios animales, se comió con los suyos otros tantos y el resto fueron objetos de unas presurosas ventas en el mercado de la capital de la provincia. Su reducido haber había sido arrasado por la desgracia. En la ranchería no quedó sino el tierrero, los hijos hambrientos con el costillar a flor de piel, igual que Tolomeo, y las mujeres fabricando unas especies de sandalias tejidas con suela hecha en retazos de llantas de automóvil llamadas por ellos ‘guaireñas’, que a decir verdad, eran muy mal pagadas en el mercado de la capital, a pesar de ser el calzado típico de su etnia. Decidido a no dejarse caer y de alguna manera solventar la situación, se fue a aventurar a la capital de la provincia, en donde logró, después de muchos intentos y de casi perder las esperanzas, conseguir que se aprovecharan en el día de sus brazos en un restaurante en el que hacía oficios varios, y en las noches le mal pagaran el sacrificio de su sueño en una bodega donde almacenaban mercancías de contrabando. Trabajando en el día y celando en la noche no tenía la oportunidad de ir a la ranchería, pero cada semana mandaba lo que podía. En las noches de sopor se decía y se repetía a si mismo que no podía perder la esperanza. Tenía que esforzarse para zafarse de la sentencia que no sabía a quién le había escuchado pero que lo perseguía con su frío de espanto: el que vive de esperanzas muere flaco, rezaba.
Hacía rato no iba a la ranchería, y en lo más espeso de la noche Ezequiel recordó jadeante y bañado en sudor. Un sueño de la Pulowii, su diosa, lo había despertado. A pesar de la ceguera de la oscuridad, raudo, encontró que ponerse, cogió el mazo de llaves, abrió el portillo de cinc y salió como alma que lleva el diablo en su bicicleta rumbo a su ranchería, situada a dos horas de camino, justo en donde comienza el desierto. Pedaleando con desespero recordó que en la tarde mientras comía, un pedazo de ahuyama cocida se le había caído, un hecho sin la menor importancia en apariencia, sin embargo, divagando se encontró con su infancia y el eterno recuerdo de su tía materna que no le permitieron ni un momento de sosiego porque había pasado ese detalle por alto. El vivo recuerdo de su infancia en donde veía a su tía materna se le dibujaba en el horizonte, como si lo estuviera viviendo otra vez. La imagen de aquella anciana misteriosa y recia, que lo sabía todo y que no parecía de este mundo, comiendo con la manos, su gesto de tragedia en el momento en que se le caía en el suelo un pedazo de plátano maduro asado, no lo había podido olvidar nunca: su tía con las manos en la cabeza soltó un quejido con dejo de impotencia que a la vez era una premonición: Ezequiel tus primos tienen hambre. Después reventó en llanto y no comió más.
Como olvidarlo, se decía atormentado Ezequiel, lamentando que no había podido descifrar aquella señal a tiempo. La Pulowii se lo había dicho en el sueño que lo despertó. No había riesgo de error, era una certeza inmanejable, reafirmada por el latido famélico de su perro fiel en el momento de llegar a la ranchería.
El hombre destrozado entró al rancho. Nadie se inmutó. Era como si lo hubieran estado esperando, no había sorpresas. El aposento tenía un aliento enrarecido de barro y sudor, la pequeña Hassai tenía una manta blanca y un collar hecho de colmillos de algún animal de monte, estaba en el suelo sobre hamacas envueltas y trapos de colores, rodeada por todos. Sin vida. Tal como la había visto en el sueño Ezequiel. Tal como se la había mostrado la Pulowii.

Texto agregado el 16-08-2006, y leído por 647 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
30-01-2010 Como el indicio está mostrado al comienzo,es imperioso leerlo entero y pronto para conocer el desenlace.Creo que si el tema es interesante,las descripciones ni se sienten.(por lo que te escribió madrobyio).Te felicito. pantera1
19-01-2007 Tremenda tu historia, buena y entretenida. ***** Debbie
19-01-2007 Este cuento es literatura de la buena, la lei antes y regrese a leerle de nuevo y dejarte mis estrellas, exelente trabajo, buena narrativa 5* gfdsa_elisa
29-08-2006 Me ha gustado mucho tu narracion ***** Aytana
23-08-2006 pues a mi me ha encantado, y lo he podido seguir perfectamente. Una historia terrible armaste aqui.. mis estrellas y un susurro.* susurros
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