Entraron en su morada, asustando a todos los inocentes que ahí vivían, amenazándolos con sus espadas ardientes.
Entre la aterrada multitud, estaba él, cabizbajo. Sabía que lo buscaban, que era hora de que pagara por su gran error. Ni siquiera se resistió a la captura.
Lo encadenaron y, a golpes, le obligaron a pararse y caminar. En la entrada de sus inmensas tierras estaba el portero maniatado, quién lo miró con tristeza. Se despidió con un grito de su jefe, rogándole lo perdonara por no lograr retener a los malvados y jurándole total fidelidad.
Lo subieron al carruaje, le vendaron los ojos y partieron. Sólo le quitaron la venda cuando estuvo frente al líder, quién lo miró esbozando una cruel sonrisa.
Con un golpe lo hicieron arrodillarse ante él. Su tremendo orgullo le hizo sentirse completamente humillado.
-Durante miles de años- comenzó diciendo el líder-, el bien y el mal han estado en constante lucha. Al fin te he vencido, te tengo arrodillado ante mí, pagarás por tu propia ley. Tú me condenaste a vivir en este oscuro lugar… ¡Bienvenido a las tinieblas! ¡Te condeno por tu gran pecado! Al fin el mal venció al bien…
Él sabía a lo que se refería. Ahora Dios, prisionero en el infierno, se arrepiente cada vez más por su único y gran error: El ser humano.

*Sufre la ley que tú mismo hiciste