BAJO LA LUNA LLENA
Por Víctor H. Campana
Fue en la tarde de un día soleado a mediados de mayo cuando llegué a la casa de campo de los esposos Gilbert y Rosaura Racini en el suburbio occidental de Salinas. Entré por una larga calzada asfaltada que conduce desde el camino principal hasta el frente de la casa, a lo largo de un jardín amplio y descuidado. Las nuevas flores de la primavera se abrían paso entre las ramas secas donde no llegó la tijera de podar. Estacioné mi auto cerca del porche de entrada bajo la sombra que proyectaba la casa, un edificio de dos pisos con paredes blancas, techo de tejas rojas y ventanas anchas con cortinas de un azul oscuro cerradas que impedían mirar el interior. Mi visita anterior a esta pareja fue hace dos años, un 28 de mayo, con motivo de su octavo aniversario matrimonial. Mi amistad con ellos comenzó hace doce años cuando entré a trabajar como profesor de español en la escuela secundaria de Monterrey donde Rosaura era profesora de inglés y Gilbert profesor de matemáticas. En esa época los dos estaban solteros, pero unidos románticamente y un año después se casaron. Después de su matrimonio nos reuníamos de vez en cuando para ir de pesca, que era el pasatiempo favorito de Gilbert, e invariablemente el primero de abril, cumpleaños de Gilbert, y el 15 de julio, cumpleaños de Rosaura. Y un día, en la celebración de su quinto aniversario matrimonial a la que asistió casi todo el plantel docente, nos dieron la sorpresa de que habían decidido cambiar de actividad, formando parte de una empresa comercial en la ciudad de Santa Clara, ochenta millas al norte de Monterrey. Un año después compraron la casa de campo en Salinas a donde me invitaron y volvimos a reunirnos. Por lo visto, ellos seguían siendo una pareja próspera y feliz, pero sin hijos.
La ultima vez que los vi juntos, en su octavo aniversario matrimonial, estaban saludables, pero no tan felices y alegres como en ocasiones anteriores. Gilbert, que era aproximadamente de mi edad, 30 años cuando nos conocimos, alto, rubio y delgado, había aumentado mucho peso, estaba barrigón, pesado en sus movimientos, fumaba y tomaba continuamente. Rosaura que era cuatro años menor que Gilbert, mantenía su figura esbelta, pero su belleza física había ensombrecido. Sus lindos ojos glaucos no tenían la mirada penetrante de antes y su risa había perdido su calidad contagiosa. Y ayer, cuando me habló por teléfono para invitarme a que la visitara, su voz era opaca, casi fúnebre. Tuve la impresión de que algo trágico había sucedido y le pregunté si se sentía bien. Me respondió que ya no estaba casada, que su vida había sufrido un cambio diametral y que necesitaba la compañía de alguien amable y comprensivo como yo.
En el mismo instante en que toqué la puerta, se abrió y apareció una mujer joven quien, antes de que me presentara, preguntó “¿Es usted el señor Gonzalo Campos?” Después de un corto silencio que me causó la sorpresa de este recibimiento, “Sí”, le respondí y ella me invitó a pasar. “La señora Rosaura lo está esperando”, dijo mientras cerraba la puerta y luego se presentó, “Yo soy Graciela y atiendo a la señora”. Desde el pasillo miré el interior de la sala donde divisé el perfil de Rosaura que, sentada en una mecedora, oscilaba lentamente. Cuando entramos a la sala, Graciela anunció, “Señora, aquí esta el señor Campos”, y se retiró luego de que Rosaura se levantó para recibirme.
Nos saludamos con el abrazo cordial de siempre y luego nos miramos en silencio por un largo momento en el que pude observar con el dolor que quería ocultarse detrás de una sonrisa, el cambio físico que había sufrido. Nos sentamos en un sofá frente a la ventana posterior de la sala con vista al amplio terreno que se extendía detrás de la casa. La luz del sol que se filtraba a través de la transparente cortina de la ventana acentuaba los rasgos físicos de Rosaura. En un tiempo fue una mujer hermosa, con un cuerpo alto y esbelto, piel clara, ojos verde mar, pelo castaño, casada y feliz. Ahora que estaba divorciada y sola, se veía desnutrida, canosa, deteriorada, y mucho mayor de sus 38 años de edad. Ella, cuya actitud dominante siempre demostraba estar en completo control de sí misma y de quienes la rodeaban en cualquier situación, ahora parecía una mujer sumisa. Su vestuario actual contrastaba paradójicamente con su personalidad. Antes, en su tiempo de soltera y durante los años felices de su matrimonio, se vestía en forma pulcra y muy conservadora. Las únicas partes desnudas visibles de su cuerpo eran sus manos, su cuello y su cara. Ahora estaba cubierta con un vestido blanco de tela liviana que le llegaba hasta las rodillas desnudas, con un escote que dejaba ver la curva superior de sus senos que aún tenían algo de su turgencia juvenil. También había cambios en la sala, pues saltaba a la vista la ausencia de fotografías que antes adornaban las paredes, algunas de las cuales yo las había tomado. Había una que ocupaba lugar prominente sobre el piano, en la que Gilbert estaba lanzando al agua un pez que recién había pescado. Esa fotografía era una de sus favoritas porque representaba la personalidad de él. Le fascinaba la pesca y la caza por la emoción que implica la búsqueda, pero no por el placer de matar. Esta característica también se manifestaba en su vida de relación, pues luchaba para alcanzar un objetivo, no por el objetivo mismo, sino por la intriga y excitación de la lucha. Y esta actitud afectaba negativamente su vida íntima. “Intelectualmente nos entendemos bien”, decía, “pero íntimamente Rosaura y yo no somos compatibles”. Y explicaba, “Luego de mi esfuerzo inicial en el que nos excitamos y gozamos por igual, no logro complacerla hasta la culminación total de sus deseos. Ese es nuestro conflicto emocional.”
Finalmente ese conflicto había tenido un impacto desbastador en la vida de Rosaura. Cuando le pregunté qué era lo que había causado su situación actual, ella viró la cara para mirar fijamente con ojos casi desorbitados, más allá de la ventana de la sala. Luego estiró su brazo derecho y apuntando hacia un lugar del campo que se extendía detrás de la casa, dijo:
“Sucedió hace más de un año en una noche de luna llena. Allí estaba él, parado detrás de los arbustos cuando salí a buscarlo luego de despertarme y encontrarme sola en la cama en mitad de la noche. Podía ver su cabeza, sus hombros y sus brazos levantados, moviéndose de lado a lado y hablando como si estuviera dirigiéndose a alguien. La luna llena se alzaba encima del horizonte y su luz proyectaba sombras largas sobre mí. Instintivamente me moví cautelosa pero intensamente alerta, como un gato que va detrás de su presa. Cuando ya estuve cerca de los arbustos oí su voz, pero no pude entender lo que decía. Por un largo momento permanecí inmóvil, tratando de pensar qué hacer. El corazón me latía fuerte y ruidosamente, tanto que me causaba dolor, como queriéndose salir rompiéndome el pecho; para contenerlo, me apreté el pecho con mis manos y respiré despacio y profundamente hasta calmarme. Mirando a mi pobre marido en un predicamento tan ridículo, me sentí sobrecogida de tristeza y amor al mismo tiempo. Era obvio que su mente no le funcionaba bien y su extraña conducta me asustaba, no por temor a él, porque no le temía, sino porque pensé que estaba realmente enfermo de su mente. En ese momento quise estar junto a él, abrazarlo y derramar todo mi amor en él para curarlo.
“Silenciosamente caminé hacia la encina que se elevaba entre los arbustos para acercarme a él en forma casual, pretendiendo que no habiendo podido dormir había decidido salir a caminar por un rato bajo la luz de la luna. Era una explicación plausible y que por supuesto la aceptaría ya que él estaba haciendo lo mismo. Cuando me acerqué a la encina pude ver toda la escena que se estaba desarrollando detrás de los arbustos; era un espectáculo grotesco que sólo se podía concebir en una pesadilla. Aunque no pude comprender inmediatamente su completo significado, sentí su impacto contra todo mi ser; fue algo tan terrible que creí que iba a caer muerta en ese instante.
“Lo que vi estaba fuera de mi entendimiento, pues era algo satánico. Petrificada y arrimada contra la encina, vi aquella horrible pesadilla desencadenándose frente a mis ojos. Quise gritar, pero ningún sonido salió de mi boca. No sé cuánto tiempo estuve en tales condiciones, y cuando finalmente pude moverme y quise ir hacia él, no pude hacerlo: mi cuerpo se estrelló contra una pared invisible.
“Él no estaba solo. Una diabólica mujer negra y desnuda estaba junto a él. Ella era alta y fornida, con senos turgentes, cintura estrecha y caderas amplias y se movía con la agilidad de una pantera. De sus ojos enormes saltaban incandescentes chispas rojas y sus dientes brillaban con el efecto que produce una luz negra proyectada sobre una superficie blanca. Ella entonaba una letanía en un dialecto incomprensible para mí y moviendo su cuerpo como en una danza sensual y exótica giraba alrededor de mi marido, embrujándole. Mi marido, transfigurado por el encantamiento de ella, entonaba también un sonido extraño y monótono como la repetición de una mantra. De repente ella detuvo su danza y se paró frente a él con las piernas abiertas y los brazos estirados hacia arriba. Luego, aún cantando, alcanzó una enorme bolsa de cuero, vació su contenido en el suelo y de ahí recogió una bolsa pequeña de la que regó un polvo amarillo formando un círculo grande alrededor de mi marido. Cuando el círculo estaba completo, lo encendió con un fósforo. Gradualmente un círculo de fuego les encerró a los dos, cubriéndoles con un humo gris y fétido.
“Cuando se apagó el fuego y se disipó el humo dejando un olor nauseabundo, la negra bruja -no podía ser otra cosa sino una bruja- comenzó a desvestir a mi marido como si estuviera ejecutando un rito ceremonial. Y cuando él ya estaba completamente desnudo, ella comenzó a bailar a su alrededor tocando su cuerpo alto, blanco y robusto como marcando líneas largas con sus dedos, desde los hombros hasta las rodillas, por atrás y por delante. Él parecía estar en un trance hipnótico pero respondiendo con igual intensidad a la sensualidad que fluía del cuerpo negro de esa mujer. Cuando los dos llegaron a lo que parecía ser la cima del paroxismo, comenzaron a golpearse entre sí violentamente. Entonces ella le agarró del pelo y le tiró contra el suelo. Allí quedó él acostado de espaldas por algunos segundos y luego todo su cuerpo comenzó a temblar y a levantarse y caer contra el piso mientras que ella caminaba alrededor de él con los brazos estirados hacia delante y moviéndolos como si estuviera manipulándole con cuerdas invisibles. De repente ella se detuvo, lanzó un grito como el de un animal herido, pegó un enorme salto en el aire y con las piernas abiertas cayó encima de él. Con un frenesí, imposible para mí de describir, ella le poseía sexualmente una y otra y otra vez, quien sabe cuantas veces, los dos gritando al tope de sus pulmones hasta que el cuerpo de la mujer empapado en sudor se desplomó sobre el cuerpo de él. Y ahí quedaron jadeantes, extenuados, lentamente desapareciendo bajo una pesada sombra que la luna generosamente proyectaba sobre ellos.
“Algo así como una descarga eléctrica sacudió mi cuerpo sacándome del estupor en que me hallaba y mi reacción inmediata fue ir de nuevo hacia mi marido. Esta vez no sentía ni amor ni compasión. Mi sangre hervía con una furia terrible y todo lo que deseaba era llegar a él y estrangularle con mis propias manos, pero no pude: mi cuerpo se estrelló de nuevo contra la pared invisible que nos separaba. Entonces grité con todas mis fuerzas y comencé a llorar inconsolablemente. Todo lo que quería era desaparecer, y así sucedió. La misma sombra negra que les envolvía a ellos vino hacia mí como un animal siniestro y me absorbió en sus fauces. No sé por cuanto tiempo permanecí tragada en las sombras. Cuando recuperé mi conciencia me encontré tendida en una cama en el cuarto de un hospital. Mi enfermedad era un misterio. Les dije a los doctores la misma historia que estoy contando ahora y que la he repetido tantas veces, pero nadie me ha creído. Ellos pensaban que me había vuelto lunática y me confinaron en un hospital psiquiátrico.
“Aunque estoy convencida de lo que vieron mis ojos fue absolutamente real, ahora, después de tanto tiempo me asalta el temor de que tal vez los doctores estén en lo cierto, porque a pesar de que me siento físicamente recuperada y puedo razonar como un individuo completamente normal, no logro comprender lo que en realidad sucedió. Mi mente trae de vuelta las escenas de ese diabólico incidente y al mismo tiempo rehúsa aceptar que todo eso ocurrió, que fue real. Lo más extraño de todo y lo que más me confunde, es el hecho de que a veces me identifico con esa mujer y de pronto no sé quien realmente soy. Cuando mi mente espontáneamente revive las escenas, algo que sucede como una vez al mes, siento que esa bruja soy yo misma poseyendo salvajemente a mi marido, como íntimamente lo deseaba y nunca sucedió en los diez años que estuvimos casados. Mi marido, cuya conducta era irreprochable y me amaba en forma casi religiosa, me complacía y satisfacía en todo, pero no sexualmente. Su contacto físico me encendía, pero antes de que yo llegara a la explosión definitiva, él se apagaba. Era una experiencia exasperante que invariablemente me causaba una aguda frustración emocional.
“Ahora me siento como si estuviera habitada por un ente o fuerza ancestral que de pronto surge y se manifiesta como esa mujer negra y entonces percibo su aliento que sacude mi maltrecha vitalidad.
“Cuando estuve en el hospital rechacé ver a mi marido porque su presencia me aterrorizaba, me enloquecía. La primera vez que vino se plantó delante de mí, entre el doctor y la enfermera, sonriendo y con un ramo de flores en sus manos, pero no venía solo. La mujer negra le seguía, desnuda y moviéndose detrás de él como una sombra. Grité despavorida y quise abalanzarme hacia él y estrangularlo, pero me contuvieron y luego me inyectaron un tranquilizante. Después no quería ni siquiera oír su nombre.
“Después de tantos dolores finalmente me siento tranquila. El tratamiento psiquiátrico y la intervención religiosa que recibí definitivamente me ayudaron a librarme de mi marido sin tener que matarle con mis propias manos, pero aún no me han ayudado a encontrarme a mí misma. Creo que tengo que salir a buscarme bajo la luz de la luna y sólo cuando encuentre mi verdadera identidad podré sentirme libre y saludable”.
Rosaura respiró profundamente como para tomar aire después de un agitado ejercicio, y lentamente se reclinó para descansar su cabeza en el espaldar del sofá, y así permaneció por un largo momento contemplando el campo más allá de la ventana. Luego tomó otro profundo respiro, enderezó su cuerpo y me miró a los ojos. En el breve tiempo de reposo después de su relato, la expresión de su rostro se había transfigurado. Sus ojos brillaban como dos esmeraldas, sus mejillas estaban encendidas y su amplia sonrisa dejaba ver sus dientes blancos y parejos. Ya no era la mujer sumisa que me recibió ni la Rosaura de antes. Me ofreció sus manos como una expresión de agradecimiento, las apreté con efusión y sentí las vibraciones de su cuerpo penetrando en el mío y despertando los profundos y ocultos deseos que siempre había sentido por ella desde el primer día en que nos conocimos. Me miré en la pantalla de sus ojos y allí apareció ella con el cabello claro y suelto rozándole los hombros, la sonrisa cordial y amplia y el vestido azul floreado de la primera vez que la vi, y percibí nuevamente el dulce, excitante e inconfundible aroma que de las suyas se impregnó en mis manos. Luego vinieron las imágenes de ella corriendo descalza en la arena de la playa, invitando a las olas que besaran sus pies y yo desnudándola con mis ojos para satisfacerme íntimamente con la visión de su grácil y voluptuoso cuerpo. La presión de sus manos en las mías quebró el encanto y me trajo de vuelta a su presencia junto a mí como nunca habíamos estado antes. Llevé sus manos a mis labios, las besé lenta y apasionadamente y luego me acariciaron el rostro acercándolo al suyo para el encuentro de nuestros labios en un largo, cálido y jugoso beso. Un beso que hizo el milagro de manifestar la Mujer Ancestral que vivía en ella y el hombre apasionado de ella que vivía en mi.
Era la media noche cuando despertamos aun trenzados en amoroso abrazo, tendidos desnudos sobre un sofá en la terraza bajo la luz de la luna llena.
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