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ORÍGENES
¿De donde desciende la mujer?
Por Víctor H. Campana

Herbert tiró el libro sobre la mesa de centro junto a la taza de café que se había servido y se reclinó sobre el sofá de la sala. Su rostro reflejaba una actitud profundamente contemplativa. Su penetrante mirada atravesaba la enorme ventana de la sala para recorrer la figura ondulada de la Sierra Nevada a unas diez millas de su casa, deteniéndose momentáneamente en el pico más alto en cuya cima se levanta un observatorio astronómico. Había terminado de leer la Teoría Sobre la Evolución de las Especies, de Carlos Darwin, y ahora su imaginación observaba el proceso evolutivo del reino animal culminando en el homo sapiens. Todo lo veía en términos masculinos y la imagen central era el hombre y su consiguiente desarrollo. Y se vio a sí mismo cómo iba descendiendo a través del tiempo cada vez de una especie más evolucionada hasta llegar a ser lo que era actualmente: Un hombre de 30 años de edad, alto y fornido, de piel blanca, con pelo castaño, ojos azules y perteneciente a la clase media. Esta imagen suya le hizo reflexionar que los hombres no eran los únicos en el mundo y se preguntó con asombro, “¿Y las mujeres? ¿De dónde descienden ellas?” En su mente estaba claro el origen del hombre, pero no el de la mujer. Herbert sentía que a pesar de las similitudes externas, la mujer era muy diferente del hombre.
Después de contemplar esta interrogante por un largo rato, Herbert sonrió. Él estaba absolutamente seguro de su propio origen y exclamó, “¡Con razón me gustan tanto las bananas!” Luego de rumiar concienzudamente sobre las bananas, vino a darse cuenta que cada vez que se comía una se ponía en contacto con el mono o chimpancé que llevaba adentro.
Mirando a Violeta, su mujer, amorosamente cultivando un rosal de su jardín, Herbert tuvo la visión del origen de la mujer. Allí estaban Violeta y el rosal, las dos figuras de la misma altura. Las hojas y las rosas del arbusto y el pelo de ella vibraban rápidamente impulsados por una cantarina brisa bajo el sol de medio día lanzando reflejos verdes y dorados. De pronto esos reflejos se convirtieron en auras que las envolvían individualmente. Luego las dos auras se hicieron una con los colores del arco iris para envolverlas juntamente. Por un instante indefinible las dos imágenes, Violeta y el rosal, permanecieron enmarcadas en el aura, luego las dos imágenes se fundieron para convertirse en un rosal humano. Las imágenes de Violeta y del rosal se manifestaban alternadamente dando la impresión de que en el fondo del rosal estaba Violeta y en el fondo de Violeta estaba el rosal. Entonces a Herbert todo le pareció claro como el agua y se sintió feliz, dichoso, pues había visto la luz y oído el sonido.
Estas experiencias le dieron el entendimiento obvio del por qué el mono estaba tan presente en la actitud y conducta general del hombre, y por qué la mujer tenía cualidades diferentes. Entonces Herbert vio que las mujeres eran como las flores, las legumbres o los cactos, y sonrió de nuevo. Una chispa de luz iluminó su mente y comprendió por qué algunas mujeres eran bellas y fragantes, otras eran apetecibles y sabrosas, y las demás eran desagradables, mal olientes y espinosas.
Para digerir esta serie de pensamientos y visiones, Herbert entró en profunda meditación yogui y entonces tuvo una experiencia espiritual, de esas conocidas como “viaje del Alma”. Allí se le presentó uno de sus Maestros espirituales, quien, tomándole de la mano, lo llevó al Festival del Ajo en Gilroy, California, luego al Festival de las Calabazas en la Bahía de la Media Luna, también en California, y finalmente al Jardín Botánico en el Plano Astral. Todos estos lugares estaban controlados por mujeres y bajo el reinado de una mujer. Tanto el ajo como las calabazas y la enorme variedad vegetal del Jardín Botánico, tenían características femeninas. El olor, el sabor y la textura de las flores, las frutas y las hierbas le traían recuerdos de los contactos femeninos que había tenido en el transcurso de su vida e iban desde Violeta, su esposa, hasta su niñez donde se veía prendido del seno materno, y luego iba más atrás, hacia vidas pasadas. Por indicación del Maestro, Herbert acarició las plantas y saboreó las frutas. Al tocarlas sintió la reacción sensual de un contacto femenino y cada mordisco de una fruta era como un beso cálido y voraz. Gracias a esta experiencia, Herbert pudo ver claramente que la mujer era el producto final en el largo proceso evolutivo del reino vegetal.
Cuando Herbert retornó a su estado normal de conciencia, contempló la experiencia que había tenido para absorber toda la sabiduría adquirida. Entonces una gran idea se manifestó en su mente. Tomó su cuaderno de notas y escribió:
“Definitivamente, un DÍA DE LAS HIERBAS debe establecerse para celebrar el eslabón que existe entre la mujer y las plantas”. Satisfecho con este resultado, se levantó, fue a la cocina y se preparó un té de camomila que se lo sirvió acompañado de una banana, recostado nuevamente en el sofá de la sala. Saboreando con fruición la fruta y la bebida, contemplaba emocionado las imágenes que aparecían en su mente de los lugares que había visitado en su viaje espiritual.
Justo cuando Herbert terminaba de beber el último sorbo de su té de manzanilla, la vio. Era simple como una gramínea, flexible como un junco, suave y sonriente, erguida como un cacto. Sus largas polleras mecían las hierbas floridas que asomaban de la canastilla que sostenían sus manos. Tímida y decidida le busco la mirada. Él sintió que la luz de los ojos le bañaban el cuerpo. Sorprendido, aguzó su función reflexiva buscando esa imagen en algún rescoldo de su reciente viaje. ¿En el festival del ajo?... ¿En la Bahía de la Media Luna?... ¡No! Debía haber sido en el Plano Astral. Ahora tenía que recorrer otra vez sus paisajes internos. Aunque había visto la luz y oído el sonido, no ubicaba esta imagen. ¡Quién era esta mujer! Por su actitud de entrega no podía ser cacto; parecía sabrosa pero no era legumbre, la cubrían fragancias, pero no eran de flores. ¿Quién era entonces?
Pensativo, un poco sorprendido, Herbert no comprendía del todo lo que estaba pasando. ¿Será que su Maestro espiritual nuevamente lo estaba conduciendo a otro viaje del Alma? Esto era diferente. La fuerza de su confianza en sí mismo le indicaba que no debía alterarse, ni ofrecer resistencia. Paciente, como un cazador se recostó para ampliar su ángulo visual y percibir todo.
Ella se sentó a su lado, rozó su mano y le dijo muy despreocupada: “Mi nombre es Ashahi y vengo a participar contigo en la Celebración del Día de las Hierbas”. Pidió permiso para iniciar la ceremonia, pero sin esperar la respuesta comenzó la tarea.
Tenía que preparar cuidadosamente el ambiente para que Herbert pudiera centrar su fuerza instintiva y ejercer su función celebratoria. Para la celebración del Día de las Hierbas no alcanzaba la función reflexiva de la que él era experto. Juntos debían recorrer la memoria genética. Esa, que es más vieja que el tiempo. La que encierra el pasado personal y el antiguo. Ese lugar donde se mezclan la mente y el instinto, la racionalidad y el mito. Ella la conoce y sabe que es la archivera de la intención femenina y conservadora de la tradición de la hembra.
¡Y allí quería acompañarle! Porque la ha recorrido, Ashahi sabe de los temores que engendran esos sentires, especialmente en el hombre. No quería inquietarlo. No podía decirle que en las hembras recorrerla es más fácil, porque si la buscan, saben que ella vive en la lejana pelvis, allí, medio adentro y medio afuera del fuego creador.
En actitud de plegaria, extrajo su ramo de hierbas y un cuenco de barro con objetos extraños. Con sus manos fuertes tomó ramilletes de variadas flores y como si tejiera una red de lunas, partiendo del norte las distribuyó todas. Era como si estuviese estableciendo un territorio. Luego recitó con voz argentina:
“Esta milenrama es una obra de arte especialmente maravillosa. Establece una relación perfecta entre el azufre y las restantes sustancias vegetales. Es capaz de curar el cuerpo astral cuando se ha debilitado. Su efecto vivificante y refrescante nos va a acompañar en el proceso de germinación de la ancestral conciencia”.
Levantó hacia el sur un puñado de delicadas y pequeñas cabezuelas blanco amarillentas de la manzanilla mientras les decía: “Nadie como ustedes para metabolizar el calcio generativo. Contribuyan para que nuestros frutos aquí también sean sanos y fuertes. Ayúdennos a mantener nuestro buen estado de salud”.
Luego, esparciendo cenizas de la ortiga, decía: “Agradezco tu fuerza nutricia. Imprégnanos de racionalidad y sensibilidad interior con tu alquimia antigua y mineral de potasio, azufre y calcio. Ejerce tu poder benefactor en nuestra ceremonia, danos tu fuerza para no apartar la mirada, bríndanos tu nitrógeno vivificado y tu radiación férrea que nos conecta al centro de la tierra”.
Y continuó: “Emisario celestial, amarillo inocente Diente de León, incorpora lo cósmico en nuestro viaje, esparciendo tu sílice. Tórnanos sensitivos frente a todas las cosas. Convócanos la humildad más perfecta de que seamos capaces para que ningún gesto arrogante o descuido insensible nos perturbe”.
Como una sagrada letanía, ella continuó así con la corteza del roble, raíces de bardanas, hojas de artemisa, cambium de abedul, semillas y tierra. Era evidente que fuerzas y sustancias sutiles obraban en el entorno de alguna manera extraña, produciendo una exhalación de la tierra y calor. Reinaba en la atmósfera una paz tan profunda, que a pesar de que para Herbert era un camino diferente, sintió que su tenacidad y entereza espiritual eran tan firmes que pudo dejarse inundar sin temores. Entonces aspiró el aire impregnado de aromas, sintió el silencio y el calor de la mano de ella en su mano, cerró los ojos, y oyó vibraciones amorosas que lo guiaron dulcemente, diciéndole:
“Este es otro camino que también nos revela la alegría de nuestra unidad profunda en constante despliegue. Permíteme que esta vez una mujer te conduzca. Trataremos de lograr ese estado mental de relativa pureza, limpia de temor y mala voluntad. Que ningún enojo se esconda en un pliegue. Lentamente,... avancemos. ¿Sientes lo que nos pasa? ¿Ves la claridad con que percibimos nuestros sentidos? ¿Penetran en tus poros la gratitud, agradecimiento y gozo por la vida en la Tierra?”
“¡Buen comienzo, Herbert! Contempla cómo se va haciendo más fina la percepción a medida que entramos en la red misteriosa de la totalidad sagrada. Solo por eso nos sentimos cada vez más verdes y jugosos, cálidos y húmedos. Aguza aún más tus sentidos porque estamos rozando el principio generador femenino. La fuerza viviente que sostiene la vida”.
“Aquí necesito decirte algo: Vinimos a comprender el origen del poder elemental de la mujer. Verás que es una presencia cósmica, es una potencia dinámica y transformadora muy poderosa. No temas, y nunca olvides que tú también participas de ella”.
“¿Percibes cómo el centro está en todas partes y en cada uno de nosotros? ¿Escuchas el intercambio de energía procreadora que danza sin parar entre nosotros, entre nosotros y los animales, entre la luna y las hierbas? ¿Ves qué fuerte y respetuosa es la conexión entre la tierra y el árbol? ¿Te das cuenta cómo la tierra nos conoce? Cada uno de sus átomos es consciente de nuestros átomos. ¿Percibes cómo afectamos con nuestra presencia las frecuencias de ondas y partículas?”
“Por favor no dejes de observar la fluidez y su dinamismo permanente. Allí están justamente las causas de nuestros dolores. Nuestro pensamiento organizado mediante conceptos, fija lo que siempre está en fluido proceso. No puede nunca captar la impermanencia”.
“No me preguntes, Herbert, por qué solo en la tierra la interacción electromagnética y la atracción de la gravedad entraron en equilibrio. Es un misterio. Sagrado misterio del que no podemos tener memoria. Mucho más tarde, un travieso estallido de vida creó la Clorofila que estrechó la relación con el Sol en esa maravilla alquimia que es la fotosíntesis. Desde allí avanzamos vegetales y acuosos. Esta es la Gran Familia de Todos los Seres. ¡Todo nos es consanguíneo, Herbert! Siente el abrazo amoroso, milagrosamente diestro. Disfruta la profunda comunión con todos los seres”.
¿Una eternidad? ¿Un instante? ¿Cuánto duró esta chispa de luz reveladora? A ninguno de los dos pareció interesarle. Ashahi, con nostalgia, recuerda nítidamente otra escena fructífera. Contempla que allá en la distancia están sentados frente a frente como antiguos amigos. Mientras él saborea su espumoso café, ella paladea su vino de ciruelas rojas propio de ceremonias de encuentro y comunión. Están otra vez juntos como cuando más allá del lenguaje, unidos por el hilo invisible de sus pupilas tiernas, conversaban de árboles y legumbres, de pájaros y cactus, de lobas y de monos, de frutos y semillas.
No se despidieron, pero acordaron cosas: Porque son de la misma manada, en la próxima Celebración del Día de las Hierbas, viajaran otra vez juntos para comprender el significado del complementario y apasionado abrazo, con el que hombres y mujeres encienden estrellas transitorias.

Marzo 6, 2003 – San José, California.

Texto agregado el 14-01-2004, y leído por 579 visitantes. (0 votos)


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