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La Columna de Doña Lucrecia



Llevaba ya tiempo preocupada, Doña Lucrecia...

Doña Lucrecia era una señora de edad madura y punto. Así lo aprendí de niña: nunca se dice la edad de las mujeres cuando son mamás; y desde entonces sigo las instrucciones fielmente.

Doña Lucre, como le llamaba, con cierta sorna mi padre, siempre aparecía envuelta en una susurrante aureola de corderita degollada, muy pulcra en el vestir y en el decir. En esto último habría que apuntar una voz que se desangraba parsimoniosa. La verdad es que le ponía mucho acento a las palabras. Hablaba poco y esperaba con la mirada refulgente de brillo una señal de aceptación a lo que acababa de decir.

En el vecindario era conocida sin destacarse especialmente. No despertaba entusiasmos, pero tampoco rechazos. Le gustaba saludar a todo el mundo con cortesía, y verse reflejada en el gesto agradable de la gente para sentir la frescura del contacto humano.

Siempre andaba con prisa, como si llegara tarde a alguna cita, pero nadie la esperaba, porque Doña Lucrecia no esperaba nada, ni a nadie. Ese era su secreto, que escondía escrupulosamente, en ese ir y venir acelerado, como si de una adolescente se tratara a punto de perder el tren de regreso a casa.

Las tardes de los lunes nos visitaba un par de horas, siempre por la tarde. Se había acostumbrado a frecuentar la tertulia que organizaba mi madre para concretar el plan de actividades para las fiestas de Santa Rosa de Lima. Doña Lucre era muy activa, así le oía constantemente hablar a mi madre: siempre está predispuesta a ocuparse de cualquier acto, ya sea cocinar tortitas de Santiago, como lavar, planchar y almidonar los trajes de los cinco monaguillos que ayudaban al padre Casimiro a celebrar la santa misa. A lo que mi padre le respondía: ¡Mujer, no exageres! Que ya se sabe “que por el interés te quiero Andrés” ¡Bla...bla...bla...bla..!. – gritaba , mi madre-, y afirmaba: Siempre estás igual ¡Desconfiado! ¡Estos hombres...! Mientras mi padre bufaba tapándose la cara con el periódico.

La verdad es que no entendía el porqué mi padre era tan suspicaz con Doña Lucre, tan anodina la pobre, tan simple y tan solícita. Tuvieron que pasar muchas fiestas y tertulias para que al fin me enterase de las reticencias que mostraba mi padre, porque de todo se entera uno en la viña del Señor, y el tiempo es el mejor investigador de secretos celosamente guardados.

Fue un día de esos sin augurios especiales, de los que te levantas sonámbula, y vagas por todos los rincones de la casa y sus aledaños. Allí, de pie, plantada junto al ciruelo, estaba Doña Lucrecia, con el rostro blanquecino, deshabitada de su acostumbrado cuchicheo al hablar, -me gritó-: ¿Dónde está tu padre? A lo que respondí: no sé. No tengo la menor idea. Con un mohín, que dejó escapar a su rostro toda la rabia concentrada, giró sobre sus pasos y desapareció. Cuando me dispuse a entrar en casa, ya bastante despejada por la visita imprevista, apareció mi padre con una sonrisa y unas flores: ¿Ya se levantó mi bella durmiente? Y me soltó un beso. Tome las flores y mientras me disponía a buscar un jarrón, le dije: ¿Sabes quién ha estado hace unos minutos aquí? ¡No!- me respondió mi padre-. Doña Lucrecia, - le aclaré-. ¡Ah, otra vez por aquí, Doña Lucre! -Respondió mi padre-. Me senté en el diván de la entrada y levantando la cara, dije solamente: ¡Papá! Cuando mi padre volvió el rostro le interrogué con la mirada. De sus labios empezó a brotar toda la historia que escondía las reticencias y preocupaciones que provocaba la presencia de Doña Lucrecia en mi padre.

Mira, hija, he callado mucho tiempo, por respeto a tu madre y a ti, por respeto a la mujer. Doña Lucrecia es una persona astuta y falsa. En mi condición de médico, vino un día, hace muchos años, a la consulta, aquejándose de un dolor en la columna. En la columna no tenía nada; pero insistía e insistía. Incluso llegó a proponerme la posibilidad de que le diera unas refriegas para calmar el intenso dolor que tenía. A lo cual me negué, porque se trataba de un enfermo mental, no físico. Después de la muerte de tu madre, y a pesar de que ya estoy jubilado, sigue insistiendo en que le dé unos masajes en la columna ¡Rompí a reír! ¡Eres un casanova, padre! jajajaja...Mi padre se ruborizó y nervioso dijo: ¡Vamos, venga! ¿No me vas a preparar el desayuno? ¡Si, claro! – le dije- pero antes tienes que darme una refriegas en la Columna, jajajaja...

Texto agregado el 15-08-2006, y leído por 643 visitantes. (29 votos)


Lectores Opinan
07-05-2007 Que lo parió, y pensar que yo me creía que el pretexto del dolor en la espalda para recibir unos carñitos era un muy original invento mio. el-parricida-huerfano
24-11-2006 Un buen relato. Pero ¿Qué le dolía más a Doña Lucrecia? pedromarca
15-09-2006 Jajaja. En una de esas, y la hija lo era de Doña Lucre. ***** roberto_cherinvarito
11-09-2006 Simpático relato que configura muy bien los perfiles sicológicos de los personajes y matiza con candor la relación filial.Muy grato. BenHur
30-08-2006 ¿Unas refriegas en la columna? Ja,ja,ja buen cuento ***** Un saludo de SOL-O-LUNA
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