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LAS SIETE GEMAS
Por Víctor H. Campana

Su padre era joyero. Eran muy unidos los dos, y creció ayudándole a trabajar y aprendiendo el oficio. Vivían en Ambato, una de las ciudades más pintorescas del Ecuador, allá en la cordillera de los Andes donde la primavera se extiende a través de casi todo el año.
Entre otras obligaciones, Daniel era agente de ventas y mensajero de Jorge, su padre. Un día, después de salir de la escuela, Jorge le envió a recoger unas joyas de donde otro joyero localizado en el centro de la ciudad, a unas ocho cuadras del sector donde ellos vivían. En ese entonces Daniel tenía unos nueve años de edad y conocía hasta los últimos rincones de la ciudad, y también los villorrios aledaños.
El joyero, un hombre maduro, con pelo canoso y muy amable, le enseñó un pequeño estuche que contenía siete esmeraldas, dos redondas, cuatro rectangulares y una ovalada, cada una más o menos del tamaño de un grano de maíz. El joyero envolvió el estuche en un papel, lo puso en las manos de Daniel y le aconsejó que lo guardara en el bolsillo interior de su chaqueta, que caminara con cuidado y que fuera directamente a su casa. Daniel ya estaba acostumbrado a llevar consigo joyas valiosas y nunca tuvo ningún problema. Le agradeció al joyero y salió del establecimiento con la confianza de un profesional.
Iba ya en mitad del camino cuando sintió un deseo irresistible de mirar nuevamente las esmeraldas. Los destellos de luz verde que emanaban de estas joyas le habían fascinado. Sacó el estuche de su bolsillo, lo desenvolvió y lo abrió. Sin detenerse iba admirando la belleza de esas piedras preciosas que brillaban aún más bajo la luz del sol. Ahí fue cuando se desvió, pisó fuera de la acera y cayó de bruces. El estuche abierto voló a la mitad de la calle.
Las calles de Ambato no estaban pavimentadas sino empedradas. Esta condición urbana que si bien prestaba carácter a la ciudad, hacía más difícil de barrerlas y mantenerlas limpias. De modo que cuando se puso a buscar las esmeraldas, no las pudo encontrar. Estaban perdidas entre las piedras, el polvo y las yerbas que crecían entre ellas.
Después de arrastrarse a todo lo ancho de la calle por un tiempo interminable, se sentió mareado. Un zumbido terrible reverberaba en su cabeza y enmudecía todos los sonidos exteriores. Encima de eso, una luz que enceguecía le impedía distinguir lo que había en el suelo. Para recuperarse, se sentó por un rato en el filo de la vereda, cerró los ojos y se apretó los oídos con las manos. Luego, sin premeditación, como llevado por un impulso, se levantó y se encaminó directamente a una iglesia cercana, entró y se sentó en una de sus bancas. Miró alrededor y vio que la iglesia estaba vacía. Daniel estaba solo en la semioscuridad del templo.
Cuando se sintió reposado y menos molesto con el sonido y la luz que persistían en sus oídos y sus ojos, se puso a orar. Su oración se dirigía no a Dios, sino a alguien, talvez que un santo, que de pronto lo sintió sentado junto a él. Como si estuviera hablándole de persona a persona, le pidió que le ayudara a encontrar sus esmeraldas. Aunque no le contestó, supo que había escuchado su pedido, y así como había llegado a la iglesia, impulsivamente, salió de ella, volvió a la calle donde se había caído y reanudó la búsqueda. Esta vez no le costó ningún esfuerzo encontrar las preciosas joyas porque unos reflejos de luz verde entre las piedras le llevaron directamente a ellas. Cuando las tuvo en sus manos las miró nuevamente, esta vez, más que fascinado, profundamente agradecido por tenerlas él después de haberlas perdido. Recordó lo que le había dicho el joyero y siguió su consejo. Colocó las esmeraldas en el estuche, lo envolvió en un pañuelo, lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta y fue directo a casa.
Cuando al fin llegó, su padre le preguntó por qué se había demorado tanto. Le inventó una excusa diciéndole que se había entretenido en una heladería. Prefirió mentir a perder la confianza de su padre.
Por muchos años guardó en secreto lo que él llamaba el milagro de las esmeraldas. Mirando de nuevo ese acontecimiento después de muchos años, ve que ese milagro fue su primera experiencia consciente y dramática con la Luz y el Sonido de Dios y con su guía espiritual. En el proceso de su desarrollo espiritual encontró que la Luz y el Sonido son la expresión misma del Ser Divino y que, como tal, constituyen la energía vital universal. Y comprobó que, así como él, mucha gente ve y oye diariamente estas delicadas manifestaciones del Espíritu. La Luz que ayuda a mirar y entender el laberinto de la vida, y el Sonido como una llamada constante para volver al hogar original que está en el corazón de Dios.
Daniel también llegó a la realización de que el guía espiritual es el medio a través del cual el espíritu cósmico se manifiesta en la conciencia del individuo. Este guía espiritual que desde siempre ha estado con él, le señala la dirección en que debe ir, tanto interior como exteriormente. Y mientras él está consciente de su presencia, la influencia del guía o maestro se le hace cada vez más clara y poderosa. Es de esta manera que ha evolucionado espiritualmente hasta alcanzar la total realización del ser.
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Texto agregado el 14-01-2004, y leído por 196 visitantes. (0 votos)


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