La Cueva de las Ánimas
La humanidad ha sido una maraña indescifrable de formas de pensar, unos esqueletos forrados de piel llamados humanos, con una materia viscosa que se aglutina en su parte superior llamada cerebro, han intentado establecer en el planeta Tierra una serie de ideas extrañas e intelectuales que dicen sirven para tener orden y organización.
Pero, en definitivo todo lo que proviene del hombre tiene errores y defectos. Ocurren día a día, injusticias y fenómenos sociales, ambientales y políticos que acarrean muerte y destrucción ante nuestros indiferentes ojos. La especie humana por principio entrópico avanza lentamente a la destrucción, de nada sirven avances científicos y leyes modernistas si estos son usados en contra de la misma humanidad.
Considero que la jerarquía humana se mide por el conocimiento. Y abajo de esta clasificación están los ignorantes y frustrados, que con sus ansias infinitas de poder, han logrado tener el control del mundo en que vivimos.
Un fenómeno, es la inmigración, las aves emigran buscando mejores condiciones climáticas para vivir, las mariposas monarcas en tiempo de frío emigran al sur, y todo es por instinto de supervivencia. Los seres humanos, no son la excepción, por tendencia natural de supervivencia buscaran ir siempre donde las condiciones de vida sean mejores. Los marroquíes emigran a España, los argelinos a Francia, latinoamericanos a Estados Unidos. Pero en resumen la inmigración es un estado natural de supervivencia de los seres vivos.
Quizás cuando lean este relato ya esté muerto, el cáncer de próstata que me aqueja desde hace cuatro años va ganando la batalla.
Pero en mis últimos momentos lúcidos, quiero relatar un acontecimiento duro y fatal que viví hace 20 años, en Douglas, Arizona. En el presente vivo autoexiliado en las montañas de Alamosa, Colorado. Alejado del mundo y sobre todo, fuera de todo contacto humano. Esta aversión tuvo una razón, y es que el recordarlo me provoca un llanto imparable y una rabia desmedida ante lo inhumano e injusto del sistema mundial que dicta normas, leyes y fronteras.
Un día caluroso de mayo, cuando llegue a la central de Agua Prieta, Sonora; al bajar del autobús se acerco un hombre y me dijo que solo le faltaba una persona para completar la flotilla que se aventuraría a cruzar a los Estados Unidos. Yo era joven y fuerte, no tenía miedo a nada. Me arregle por la cantidad de 1,200 dólares para llevarme a Phoenix, AZ.
A las tres de la tarde, la caravana estaba lista con provisiones: agua embotellada, carne seca y fruta. Nos adentraríamos por la zona temible del desierto de Arizona.
El grupo era numeroso, veinte para ser exactos, entre hombres, mujeres y dos niños hermanos de 15 y 8 años respectivamente, que por cierto iban solos.
Nos internamos por un área llena de chamizos, y el quemante sol empezó en forma gradual a carcomernos los huesos. Los botellones de agua que cada persona traía se alzaban a intervalos administrados.
Transcurrieron como siete horas y la zona desértica emanaba vapores que deformaban la visión de los cactus, la arena e insectos que se encontraban en la lejanía.
El pollero era una persona ágil, con buena condición física, mirada drogada de águila, se limitaba únicamente a dar indicaciones en tono severo: agáchense, caminen más rápido, arrástrense, descansen.
Conforme pasaba el tiempo, la fila se hacia mas larga y espaciada, las mujeres y hombres mas viejos iban rezagados, los niños que iban hasta el final, siempre el mayor encomiaba al chico a caminar más deprisa.
Yo solo escuchaba y de vez en cuando me detenía cauteloso con intención de ayudar. Después de cinco horas, las ampollas hacían merma en mis cansados pies, el sol abrasador golpeaba sin piedad el ambiente. El cansancio se manifestó en un viejo, que se quedo sentado y se resistía a seguir, me detuve a auxiliarlo y mi corazón dio un vuelco cuando vi que al final de la fila no venía el niño chico. Le pregunté a su hermano que donde estaba, el contestó idiotizado por el calor y el cansancio que se había quedado atrás. Corrí a avisarle al pollero, y este de una manera fría me dijo: Pos lo siento amigo, nosotros tenemos que seguir, ahí usted si quiere regresarse a buscarlo.
Sin dudarlo me regrese, seguí el camino de las huellas dejadas por las pisadas, corrí un buen rato y el caminito se me borro, mire a todos lados y solo el sonido de las chillantes aves se oía, las formas a través de los cuatro puntos cardinales se veían igual y el pronto oscurecer me indicó que estaba perdido en aquella inmensidad.
Por momentos pensaba que todo era un sueño, pero los extraños ruidos de la indiferente naturaleza me situaban en la realidad. Vague sin rumbo fijo no se cuanto tiempo, mi instinto de supervivencia hacía que me surgieran ideas de cómo obtener comida, buscaba raíces frutales de plantas con flor, partía cactus y les extraía el jugo para colmar un poco mi sed, una noche paso cerca de mi una rata, la agarre y con mis dientes le arranque la cabeza de un mordisco y bebí de su sangre sintiendo que era el más exquisito de los vinos.
Por las noches el frío era insoportable, calaba hasta los huesos, pero logre contenerlo un poco con una bolsa de plástico que encontré en el camino. Una noche mágicamente estrellada, tuve la alucinación de que la constelación de Orión se movía, reí un buen tiempo, sabia que era producto de un espejismo delirante.
Me quede dormido junto a una piedra y sentí que alguien toco mi hombro. Abrí los ojos y vi una silueta blanca que se deslizaba suave a través del piso. Se dirigió a una cueva que por la oscuridad se asemejaba a la boca de un ser macabro y las mismas sombras colaboraban al trazo siniestro de una figura con un rictus diabólico que se regocijaba de todos los acontecimientos ocurridos.
El anima se paro frente a la cueva esperando que la siguiera, mi estado era de ensoñamiento y como un autómata me dirigí a la entrada. Camine a través de un oscuro sendero, lleno de humedad, con ruidos de gotas de agua cayendo lento, murciélagos revoloteando en lo alto y el eco de mis pasos.
Recorrí una distancia considerable y me acurruque junto a una piedra, después entro una luz oblicua que ilumino el centro de la cueva.
Y ahí estaba el niño, su cuerpo ligero y frágil, su cara blanca y tersa, sus ojos abiertos tenían el reflejo del miedo que vivió en sus últimos momentos de vida. Sus manos las tenía sobre el pecho con una señal de la cruz, como invocando una defensa divina.
Un grito desgarrador surgió de mi pecho, un grito que hizo retumbar las entrañas profundas del averno. Mi corazón se quebró, maldije a Dios, maldije al diablo, me avergoncé de la especie humana, maldije las fronteras y sistemas políticos, maldije todo lo que tuviera que ver con hombres.
Al amanecer, la luz del sol entro a la cueva y con mi cara deshecha de dolor vi que a mi alrededor había muchas calaveras y huesos humanos. Cuantas personas más habían muerto ahí refugiándose de las inclemencias del tiempo, victimas de un mundo que solo ve estadísticas, individuos sentados en su curul cacareando y resolviendo problemas teóricos.
Con las últimas fuerzas que me quedaban, salí de la cueva y anduve mucho tiempo caminando como un zombi, y por casualidad hallé una carretera, me fui por la orilla hasta que después paso la migra y me llevaron.
Quizás mucha gente pase por ahí en las noches, y vean a las animas flotando por la boca de la cueva, sin saber que son las almas en pena de todos aquellos inmigrantes que una vez intentaron cruzar al otro lado en busca de un mejor futuro.
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