Nunca quise contar ésta historia. Tengo la impresión de que muchos han experimentado algo parecido, pero sin embargo, el final de esto escapa a toda lógica.
Era mi segundo año en la Universidad. Hasta aquel día, mis aventuras en ésta no habían pasado más allá de una borrachera con intentos de violencia en el tradicional "desekilibrio" y una caída espantosa en las escalas del departamento de mi facultad. Esto ocurrió en pleno mes de mayo, algo así como el 17, 18 ó 19, no recuerdo bien. Lo que si recuerdo es ese híbrido examen, que a no ser por un “ayudamemoria” que circulaba en el momento de la prueba, hubiese salido último de la sala de clases esa noche. El límite para salir de la prueba era a las 19:45, pero salí más o menos a las 19:20 horas. Fue en la sala R-52. Mientras emprendía camino, sentí la necesidad de algo, pero no sabía de qué. Seguí caminando y mientras trataba de aclarar mi deseo, paso por el pabellón de las erres “R” (donde estaban las aulas) que lucía bastante desolado. Fue eso quizás lo que hizo resaltar una de las salas del primer piso, las cual era la única que parecía estar ocupada. La puerta estaba abierta, y un grupo de unos 12 alumnos oían atentamente la clase que dictaba una profesora. Lo cierto fue que a ésta nunca la había visto antes, y de haberla visto hubiese pensado que era alumna. Luego de unos minutos y sin darme cuenta, estaba sentado a las afuera de la sala observando a esta profesora. Me preguntaba como hacía para captar la atención de ese grupo de alumnos, cuál era su estrategia. He visto muchos cursos en que los alumnos ponen atención en clases mientras habla el profesor, pero aquello que vi ese día escapaba a todo parangón. No fue muy difícil darme cuenta el por que de la atención de los alumnos, mal que mal yo igual lo hacía. Ella tenía buena presencia, ayudada además de una falda negra que bordeaba lo alto de su rodilla. Su pelo negro acariciaba sus hombros cada vez que movía su cabeza. Los gestos que hacía con sus brazos eran precisos y delicados. Su voz suave y dulce salía de unos provocativos labios pintados de rojo. Su rostro blanco y sus ojos negros, no hacían más que resaltar su belleza.
Sentí la necesidad de conocerla, saber cuál era su nombre, que clase hacía o por último con que equipo de fútbol simpatizaba. Que sé yo. El sólo hecho de que ella me dirigiera la palabra por un instante, me haría sentir importante.

La vida me había transformado en poeta, siempre gusté de expresar mis inquietudes en un papel. Debido a ello, siempre estaba con una libreta pequeña y un lápiz de mina. La ocasión lo ameritaba, la saque de mi bolsillo, tomé el lápiz y dejé que mi mano se desenfrenara por los impulsos; le escribía un poema. Cuatro versos fueron suficientes para inmortalizarla en mi papel y así llevarla conmigo a todas partes. El momento en que terminé de escribirlo creo que fue un poco después de la salida de los alumnos de la sala. La verdad de las cosas es que a ellos nunca los vi, estimé que eran más o menos 12 por lo que abarcaba la vista de la profesora.
Eran ya las 19:50 horas. La sala ya estaba vacía, pero la profesora se negaba a salir. Y yo me negaba a abandonarla. La seguía observando. Luego de borrar la pizarra blanca, ella se sentó sobre la mesa que ocupan habitualmente los profesores. Una vez arriba cruzó sus piernas, y sacó en su cartera de color negra, una cajetilla de cigarros y un encendedor. Con mucha clase lo encendió. Cada vez que aspiraba el cigarro arrugaba su frente y luego se apoyaba con sus dos manos en la mesa. Su mirada apuntaba al fondo de la sala. Parecía ignorar mi presencia, de hecho, yo me preocupaba de que no me viera.
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