EL MATRIMONIO VIDAL
Celia es una mujer amplia, sensible, amable, y en sus abundantes formas se advierte una especial vocación por el sitio que ocupa cotidianamente en la casa.
Hoy cocina papas fritas, que son la debilidad de su marido. Y Vidal las saborea de antemano, retrepado su silla habitual frente a la mesa, mientras hojea el diario. El destino no les ha deparado descendencia, ero ha permitido que el ardoroso cariño que se profesaran en su juventud, se convirtiera en la madurez en un entrañable y profundo afecto.
Cuando está a punto la primera serie de papas fritas, Celia las coloca en una fuente y las lleva a la mesa. Vidal toma las crocantes papas con la mano izquierda mientras lee la crónica policial. Y come una tras otra con uniforme estridencia. Ella lo observa desde la cocina. Otra tanda ya está chirriando en la sartén. Cuando Vidal lleva consumida media fuente concibe la idea que al acabarse las papas, él morirá. Se lo comenta a su mujer con el convencimiento de una certeza, y ésta, que es muy sensible y por sobre todas las cosas adora a su marido, le cree a pie
juntillas. Enjuga unas lágrimas prematuras, se suena la nariz con el delantal y, aceptando el desafío, comienza a pelar papas otra vez. Y las fuentes de doradas y
crocantes papas fritas se suceden ininterrumpidamente una tras otra.
Pasa la tarde, llega la noche, y Celia recurre a la vecina para que le proporcione, en calidad de préstamo, aceite y papas. Su hermana ha acudido para ayudarle, aunque no comprende el motivo último de la necesidad del cuñado. Y una pela y lava papas sin descanso, mientras la otra controla la perpetua fritura, ya sobre dos sartenes.
-Esta tanda viene un poco pasada, querida- protesta de pronto Vidal, con un tono suave pero firme.
-Ya, mi amor- le responde Celia solícita -, no te quejes, que apenitas se me quemaron... Me distraje un segundo solamente. Y el aceite está algo quemado; lo huelo, sí.
-¡ Cámbialo, entonces!- protesta el hombre mientras vuelve la página hacia la crónica cinematográfica.
Y también transcurre la noche entre los vapores del aceite y llega pálido y frío el nuevo día. En los esposos se advierten huellas de cansancio. La hermana de Celia claudicó antes de la salida del sol, y ésta pela, corta y cocina las papas como puede, sin un minuto de reposo. Por esta circunstancia le ha pedido a su marido que reduzca el ritmo del consumo. Éste ya lo ha mermado, pues su abdomen, globuloso y prominente por la extraordinaria actividad fermentativa, sólo recibe el monótono alimento con obligadas pausas. Como sobresale del borde superior de la mesa, apenas le permite alcanzar la fuente con las puntas de los dedos. Vidal hace un enorme esfuerzo y se moviliza para aproximarse a su alimento. Resopla, jadea
varios minutos y luego se introduce un par de doradas papas en la boca. Intuye que ése ha sido el último movimiento general de su cuerpo accionado por sus propios medios. Comprende la irreversibilidad de la situación y se lleva apresurado los dedos grasientos y salados a la boca. Entonces, emite un
desgarrador aullido, sobresaltando a Celia, que acude en su auxilio con el corazón en la boca.
-¿Qué pasa, querido? ¿Qué hay? -pregunta espantada.
- Nada, nada importante. No te preocupes- responde el hombre, algo avergonzado por el escándalo. Se toma un dedo ensangrentado y lo envuelve
con la servilleta-. Mira qué estúpido; me he mordido el dedo con la costumbre de masticar lo salado.
-Pero, hombre, qué cosas hacés...- Y suspira aliviada. Luego cura con agua oxigenada la herida del grasiento dedo de su adorado marido. Después regresa presurosa a la cocina, donde las papas van adquiriendo ya un color próximo al marrón africano.
Transcurre el día y llega otra noche, ya sin relevo para Celia. A la madrugada, casi sorpresivamente se acaban las papas y los vecinos se niegan a contribuir con su propia despensa. Además, le cierran la puerta en las narices, protestando por la hora insólita y el olor repugnante que impregna todo el piso de departamentos. Llega el momento en que Celia fríe la última serie. Dos lágrimas apuntan en sus enrojecidos párpados, pasados de sueño y vapores del aceite. Vuelca las postreras papas fritas en la fuente sin hacer ningún comentario. Vidal come, lenta pero
ininterrumpidamente las últimas rodajas doradas, y vuelve por milésima vez la grasienta hoja del diario. Ignora la falta de papas, y lee en voz alta los resultados generales del hipódromo de La Plata, que conoce de memoria. Celia lo observa, tensa, recogida tímidamente en su reducto. De pronto, Vidal estira el brazo con gesto mecánico y sus dedos conocedores recorren la fuente en inútiles círculos. Cuando comprende, chupa los dedos uno por uno, deja el diario a un costado y mira a Celia con agradecimiento. Luego, casi simultáneamente, lleva la mano derecha hacia el pecho, hace una mueca de dolor y una cérea palidez lo invade. Entonces, a pesar de los esfuerzos de Celia y de los escandalosos gritos de los vecinos –que han acudido solícitos- Vidal fallece.
-También, mire que comer papas fritas dos días seguidos... Así cualquiera revienta- acota sentenciando doña Irene, la vecina más próxima-. Si no hay más que verle el vientre, que de tan hinchado ni le ha dejado lugar al corazón para respirar.
Celia, ya resignada y profundamente cansada, contempla fijamente el cadáver de su marido, sin responder a las preguntas de los vecinos. Hasta las lágrimas parecen reacias a brotar ahora, frente a tan abigarrado público. Sabe que su marido hizo lo que pudo para quedarse junto a ella, y como último gesto de cariño se le acerca y besa esos labios tan queridos, ahora pálidos, fríos y excesivamente salados.
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