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-Bendita tu seas entre todas las mujeres....!
-Corona, corona Santa Bárbara Corona...
- y bendito el fruto de tu vientre, Jesús...
-!Que nadie diga que no ha sido un milagro; dijo la abuela!
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No fue la primera que boqueó en ella. Así se fue, adivinando entre la penumbra e intentando vaticinar el futuro que había dejado de ser futuro, así se había ido, sin llamar la atención, sola, sin toser a pesar de la tuberculosis que le mordía los pulmones; tenía sus ojos bien abiertos por el susto y la sorpresa, de la llegada de quien ella no esperaba.
Así la encontraron a media noche cuando sus nietos se fueron acostar como siempre junto a ella y el más pequeño dijo: -Mamá, mi abuelita está meada. Y era verdad; meada y muerta.
Era una vieja cama de hierro con resortes que en un tiempo, con toda seguridad cuando se compró recién salida de la fábrica muchos años atrás, estuvo pintada de blanco y ahora era de un color indefinido, o mejor dicho, de unos colorines donde primaba el gris oscuro del hierro descascarado que formaba la estructura de la cabecera.
Al otro día, para el entierro, no hubo sol porque azotaban negros nubarrones en toda aquella parte de la Sierra Nevada de Santa Marta que empujaba un viento con carrizos del norte, punzantes y grisáceos. Los muchachos fueron por espermas para iluminar los primeros pasos de la vieja en el sendero que le tocaba transitar.
Es decir que la cama había pasado por muchas épocas y muchas situaciones. En su ámbito de su realidad metálica, desde su recuerdo metálico, se reunían el sudor y el jadeo de los moribundos y de los recién casados, o los recién juntados, que es lo mismo; la sangre de los recién nacidos y los macheteados por riñas de mal entendidos, rivalidades de hembras o por corridas de mojones de los linderos de los alambres de los predios.

Pocas veces ha sido movida de su lugar; cuando murió Colaza fue una; y cuando Juana parió por quinta vez fue otra.

Por eso sobre el piso en tierra apisonada del cuarto se ven claras las huellas redondas de sus cuatro patas huecas, de tal manera que cualquiera que conociese el trajinar del tiempo en todos estos años pudiera decir –estas muescas son de la época de Juana y antes de Juana cuando la cama fue traída a lomo de bestia por Juan Candela cuando vendía mercancía de sitio en sitio en la provincia; y ahí en ese lugar la colocó Alcides Aramendiz el “Negro Chumeca” llegado de Haití a trabajar en las Bananeras; y compró la cama en la que; sin moverla de lugar, desvirgó cinco doncellas de quince años en el termino de treinta que fueron los años que alcanzó a vivir. Y cada mujer vivió con él cerca de tres años antes de sucumbir al ataque de la misma cepa de tuberculosis a la que sucumbiría Colaza; y cada una dejó un hijo y ese fue el legado de todos los Aramendiz que habitaron la provincia de la Guajira desde Barrancas hasta Urumita.

Y fue un golpe del destino; aquel rastro de violencia que llevó la noticia de la muerte, de mala muerte de los cuatro hijos de Juana, que eran todos sus hijos, tenidos por otra parte en esa misma cama, asesinados por las autodefensas acusados de colaboradores de las FARC.
A Juana se le hinchaba el vientre por quinta vez – ha de ser varón venia diciendo ella a lo largo de sus nueve meses, como los otros. Pero a este no me lo van a matar.
Hijos naturales, como se suponían, que lo eran, de padres desconocidos, porque en lo profundo se habían engendrado en cuatro cosechas sucesivas de arroz, sin respeto alguno por el momento, no porque ella cambiase en los meses finales del año en que el arroz maduraba de hábitos sexuales sino porque, por alguna oscura razón de su naturaleza era en ese periodo del año en que su matriz se abría fértil, ansiosa, para dar de sí, que es decir recibir en sí – como las gramíneas daban prodigo su riqueza de oro en sus espigas.

Porque Juana fue puta. Era puta. Había nacido puta.

Las tres cosas, eran lo mismo y diferentes, como la santísima trinidad; eran tres entidades en una sola sustancia. Porque desde muy temprano, desde mucho antes de menstruar, comenzó a saber en profundidad del retozo erótico de los niños con la misma ingenuidad con que lo veía en los animales. Porque imitar esas cosas jugando con los varones cuando estos aún, en vez de eyacular, se orinaban. Y luego con el orine de ella y de ellos amasaban el barro y hacían figuras, diversas figuras. Juana tenía una vida tan punzante que era un castigo contenerla en el cuerpo, en su límite físico y espiritual que los convertía en eróticos e imprecisos de una cierta resonancia libidinosa.

Hubo momentos, cuando sus pechos comenzaron a brotar con un cosquilleo en ocasiones doloroso, construyendo cada vez más las protuberancias redondeadas que vendrían a ser más que su satisfacción su orgullo; cuando el pubis se le fue poblando de una vellosidad clara, casi traslucida, en que ella sintió la cercanía de esa luz. Supo su proximidad porque ella sabia, con su saber que no era el saber del razonar, que ella buscaría una y otra vez apartar de sí, disiparla. Porque la búsqueda del espasmo iluminado era la disolución de su exterioridad en ella como corporeidad individualizada, diferente. Era la disolución de la vida en la concreción de su vida.
Más de una vez en el reconocimiento de todos los misterios y todas las sorpresas que el recinto de su cuerpo ofrecía, se empeñó con obsesión, en alcanzar esa luz pero ésta, como burlándose, se alejaba súbitamente dejándola en un estado de éxtasis aparentemente contemplativo pero en realidad casi inconsciente, sin que sus ojos abiertos reflejaran cosa alguna, detenidas sus manos en algún punto de la caricia de su piel, sintiendo como, en lugar de luz, su cuerpo era llenado como con cemento, como si el cemento fraguara dentro de ella haciéndola de una sola pieza, compacta, sin el libre juego de sus componentes vitales. Era algo así como la muerte o como ella imaginaba la muerte.

(continuará)
OSWALDO




Texto agregado el 14-08-2006, y leído por 173 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
18-08-2006 Al iniciar la lectura ya se prevee que se viene una avalancha de imagenes de gran fuerza, Los pueblos de esta america golpeada por las pestes, esa tuberculosis que se llevó a tantos tras ,iles de escupitajos sanguinolentos, la vida, el sufrimiento de los habitantes de lass sierras colombianas, sus alegrías y pesares, su magia, ,agia como el relato del crecimiento de la Juana, esa unión entre la fertilidad abierta de ella y las arroces maduros, los lodos fabricados con las meadas de unas y otros entre la complicidad de la amistad infantil, una belleza de narración, y la cama, ¿quien no ha visto una de esas? de color indescifrable y que cada dia que transcure en su vida suenan mas alto sus resortes avisando a kilometros a la redonda cuando marido y mujer comparten gemidos y sudores. amigo, 5* no hay mas que 5 y a la espera que siga usted con la novela. curiche
15-08-2006 Me atrapaste!! perfila ser una gran historia, espero ansiosa su continuación. Besitos y estrellas aplaudiendo. Magda gmmagdalena
 
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