El rastro de aquellas pequeñas huellas uniformes que se podían observar en la superficie arenosa de aquella la playa. Los iba dejando, en su lento caminar, los dos pequeños pies desnudos de la mujer que en ese momento caminaba cerca de la orilla. Era el único rastro humano visible que estaba marcado en la misma. Las otras marcas, que se podían distinguir, las estaban dejando las palmípedas patas de las gaviotas que aun estaban deambulando por delante de ella y que a medida que se les acercaba se iban apartando hacia su derecha dejándole un sendero entre las tranquilas aguas del mar y ellas.
Esta mujer iba recitando la poesía de Mario Benedetti (Estado de ánimo)
Unas veces me siento
como pobre colina
otras como montaña
de cumbres repetidas
Unas veces me siento
como un acantilado
en otras como un cielo
azul pero lejano
A veces uno es
manantial entre rocas
y otras veces árbol
con las últimas hojas
pero hoy me ….
Se encontraba en su sexto día de vacaciones en la playa del Lago (Llamada así por una laguna de agua dulce / salada que formaba un pequeño riachuelo que desembocaba en la playa). Lo curioso de esa laguna era que nunca estaba en el mismo sitio. Hacía 16 años que iba de vacaciones a ese sitio y siempre la veía cambiaba de ubicación. Eso era debido a las fuertes mareas y vientos de los inviernos anteriores, que solían ser devastadoras.
Todavía era muy temprano y aun no había llegado nadie al arenal de la playa. Los turistas solían llegar antes de salir el sol para realizar caminatas, o carrerillas, matutinas. Ella había sido hoy la primera. El sol apenas se asomaba por el horizonte. La brisa de la mañana era suave y el olor a mar llenaba todos los contornos. Se sintió la mujer mas afortunada del mundo por tener toda aquella extensión de virginidad matutina para ella sola. Dentro de unas horas los turistas se agolparían de nuevo en el arenal y en las orillas del mar y de la laguna para continuar con el disfrute de sus vacaciones. Poco a poco, y a medida de que fuera entrando el día, ese olor marino iría desapareciendo y en su lugar volvería a llenarse los alrededores del típico y acostumbrado olor a las churrascadas de carne, sardinas u otra clase de comida que se suelen preparar a la brasa.
También esa tranquilidad matinal dejaría paso al bullicio de los niños, y no tan niños, jugando y gritando sobre la caliente arena. La agitada vida volvería a resurgir después de una noche de calma y sosiego.
Aparte de aquellas gaviotas, la acompañaba, en su caminata, su fiel y joven perro “Truhán”. El animal era de raza Cocker Spaniel, tenia el pelaje color marrón. Iba correteando por la orilla y saltando las suaves olas. De vez en cuando se acercaba a la muchacha y le traía una piña seca caída de alguno de los árboles de pino que abundaban por las cercanías. Ella de forma autómata se la volvía a tirar al agua para que el dócil perro la fuera a buscar. En otros momentos, de sus carreras el juguetón perro corría hacia las gaviotas haciendo que estas de forma unísona levantaran un perezoso y parsimonioso vuelo para ir a posarse unos metros mas adelante.
La joven pudo observar delante de ella, y como cosa rara, que entre la colonia de aquella diversidad de gaviotas había una paloma. Una paloma blanca que parecía perdida, fuera de lugar. Al verla allí sola entre las otras especies de aves, sin saber porque, le vino a la memoria un trozo de aquella poesía de Rafael Alberti:
Se equivocó la paloma
Se equivocaba
Por ir al norte, fue al sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.
Creyó que el mar era el cielo;
que la noche, la mañana.
se equivocaba.
Que las estrellas, rocío;
que la calor; la nevada.
Se equivocaba.
que tu falda era tu blusa;
que tu corazón, su casa.
Se equivocaba…
Al mismo tiempo de ir caminando, y de recitar la poesía, Iba pensando en los problemas que había dejado estacionados en su lugar de residencia. Esperaba, y debería, solucionarlos en esos escasos quince días que le restaban de vacaciones. Mientras caminaba e iba dejando aquel rastro serpenteante de pasos, buscaba la causa de aquellos problemas.
Era relativamente joven pero la vida le había dado ya suficientes motivos para tener experiencia. Pero ella no quería tener experiencia lo que más anhelaba era el poder tener un hombro en donde llorar, un brazo en donde apoyarse. Lo deseaba con toda la vehemencia que un ser humano la busca. Sentía, a veces, que la soledad la circundaba. Se sentía culpable si de su boca salía un no como respuesta a cualquier favor que a ella le pudieran pedir.
También notaba que la flor de su juventud la estaba dejando en otro florero y no adornaba el suyo propio. Hasta cuando debería estar así, de aquella manera. Acaso, se preguntaba ¿No había sido, o tratado de ser, una buena hija? ¿Una hermana complaciente?
Cuando su única hermana nació, ella contaba con siete años de edad ¿No se había encargado, desde entonces, de su atención mientras su madre se iba a trabajar? Y cuando su padre murió ¿No tuvo ella que dejar sus estudios para ayudar a su madre en la economía familiar y, de paso, que su hermana tuviera la oportunidad terminar los suyos? ¿Seria ya el momento de hacerse un alto en su vida y empezar a pensar en ella? O tendría que encargarse del hijo, próximo a nacer de su hermana y no empezar a buscar los suyos propios. Tendría que empezar a ser un poco más egoísta. Recordó aquella poesía de José Luis Borges:
¿En que hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta
en el mar en que se hunde
José Luis Borges
Levantó la mirada y vio a unos barcos de pescadores que estaban llegando al puerto de la localidad con el oro azul plateado de las profundidades del mar. Perseguían a los barcos una gran cantidad de gaviotas que seguían su estela buscando restos del pescado que en aquellos momentos iban arrojando por la borda los marineros. “Los mineros del mar” solía llamarlos ella. Pues al igual que los mineros de tierra, vivían de sus entrañas. Tierra y mar, mar y tierra. Que dos elementos tan dispares y que tantas semejanzas tenían.
Le vino a la memoria un fragmento de una poesía que había leído en un foro de poetas noveles, de seudónimo FranLend:
Marineros de esta villa
A pescar, os vais y volvéis.
Pero ¿Sabéis cuándo?
No olvidad que están esperando
Que regreséis a esta orilla.
Vuestra jornada es valiosa
Pero ¿Y vuestra vida?
¡¡¡Muchísimo más!!!
Cuidado, no la vayáis a arriesgar
Os lo piden vuestras madres y esposas
Terminado de recordar y recitar estas estrofas volvió a su serio problema. ¿Tendría el valor de cambiar? ¿Estaría en edad de buscar ese cambio? ¿No se volvería a sentir culpable? ¡Si al menos tuviera a un compañero a su lado! Ese compañero que, por dedicarse a la familia, siempre había desechado. ¿Dónde estará su príncipe azul? ¿Ese, que siempre dicen, va a rescatar a su princesa de los muros de la soledad? ¿Dónde?
-. No se, no se. Tengo que decidir que hacer de aquí en adelante. Se dijo en voz alta, sabiendo que nadie excepto las aves podía escucharla
Llevaba ya un rato caminando y se volteó para atender los ladridos de “Truhán”. Allí, un poco más atrás de de donde estaba ella, lo vio ladrándole a la piña que flotaba en el agua y que las tranquilas olas se negaban a devolver a la orilla con la premura que él quisiera. De ahí el enojo del animal. Pudo observar también el sendero que sus pies desnudos habían dejado en la blanca arena y que pronto iban a ser engullidos por las suaves olas que amenazaban destruir aquella línea dispareja que venia desde el principio de la playa.
“Caminante no hay camino
Se hace camino al andar
Y al volver la vista atrás
Se ve la senda
Que nunca se ha de volver a pisar
Le vino a la mente en aquel momento la poesía de Antonio Machado, al ver aquellas, sus pasos, marcas. Las contempló en silencio, mientras de su garganta salían las últimas estrofas del poeta,
“Caminante no hay camino
Sino estelas en la mar”
Se dio la vuelta y siguió su marcha a ningún lugar. Miró para las gaviotas y vio como algunas de ellas se apartaban de las suaves olas con la que la marea parecía mecer la orilla de la playa. Vio también que otras levantaban vuelo y tomaban dirección a los barcos que en ese momento casi no se distinguían por la distancia en que se encontraban
Era la gaviota que soñaba ser ola
Con su crestas de algodón
Y su baile al mismo son
De los peces de su interior
Recito, casi sin percatarse, un trozo del poema de Rafael Alberti. “Marinero de tierra”. Mientras seguía observando como algunas gaviotas sobrevolaban la placidez del agua de la ría, buscando, se imagino, algún sustento con que almorzar.
Se pudo percatar que mientras estaba caminando, y rememorando los poemas de aquellos poetas, su problema se había difuminado en su mente. ¿Encontraría la solución a su tormento mental en los versos de estos poetas? Se dejó llevar por su memoria y continuo caminando mientras iba recordando una tras otra las poesías que anteriormente había leído y que. Para su sorpresa, las había aprendido.
“Te vas Alfonsina con tu soledad
Que poemas nuevos fuiste a buscar
Y la voz antigua de…. Y de sal
Y la esta llamando
Y te vas más allá de los sueños
Vestida Alfonsina
Vestida de mar
Canturreando esta canción sus pasos la dirigieron hacia el interior de las claras y tranquilas aguas del mar, que poco a poco fueron engullendo su cuerpecillo menudo.
Tan solo como testigos quedaron en la orilla de la playa su fiel perro Truhán, aquel grupo de gaviotas y la solitaria paloma. Quizás, y porque no, cantando a su modo, las últimas estrofas de la canción que empezó a cantar la joven que se marchó en las alas de las poesías. Mientras un hombre corría velozmente desde la punta del arenal hacia el lugar donde escasos segundos había desaparecido la joven
“Cinco sirenitas Te llevarán
Por caminos de algas y de coral
Y fosforescentes caballos marinos harán
Una ronda a tu lado y los habitantes
Del agua van a jugar
Pronto a tu lado”
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