UNA MUJER VESTIDA DE NEGRO
Por Víctor H. Campana
Fue un día jueves a mediados de mayo cuando Vincent la vio por primera vez. Su presencia surgió ante los ojos de él como una maravilla más de una hermosa tarde primaveral. Su atención se concentró totalmente en la expresión del rostro de ella que cambiaba cada vez que sonreía al virar las páginas de la revista Cosmopolita que leía. Su boca amplia y firme con labios carnudos y rojizos iba de la sutil y cautivante sonrisa de Mona Lisa a la sonrisa de oreja-a-oreja “tenga-un-día-feliz” en un jarrón de caramelos. Las breves pausas que hacía en cada página indicaban que ella estaba interesada solo en los chistes y las gráficas. Sus manos muy bien cuidadas viraban las páginas con tal delicadeza como si fueran algo precioso y frágil. Después de fijar su atención por un par de minutos en la última página, puso la revista sobre la mesa y por primera vez le miró fijamente con sus grandes ojos verdes de mirada penetrante.
Estaban sentados frente a frente ante una mesa de la biblioteca de la universidad. Él movía las manos pretendiendo que estaba tomando notas del libro de texto Ciencia de Computación que tenía abierto ante sí. En realidad, observaba cada detalle de esta mujer joven y bonita. Parecía tener unos veinte años, pues se miraba algo más joven que él y, definitivamente, tenía mucha clase. Su pelo castaño oscuro, limpio y lustroso, caía libremente tocando apenas sus hombros. Después de una observación más detenida, él se dio cuenta que la forma de su cara era similar a la de Mona Lisa y que no tenía ninguna señal de afeite. El color rosado agudo de sus mejillas y sus labios era natural, lo que denotaba vigor y buena salud.
Se miraba impresionante vestida toda de negro. Su vestidura contrastaba con la blancura perlada de su piel que le daba una apariencia etérea. Sus oídos, cuello y manos tenían la atracción fascinante de la desnudez: no usaba ninguna joya.
—¿Me puede decir qué hora es? —le preguntó ella con una voz tan delicada como sus modales.
—Son las dos y diez —respondió él, sonriendo.
—Gracias. Tengo que retirarme ahora —dijo poniéndose de pie y recogiendo sus cuatro libros y dos revistas y tomando una chaqueta de cuero negro del espaldar de la silla.
—¿Me permite que la ayude con los libros? —se ofreció él galantemente.
—Sí, lo apreciaría mucho. ¡Gracias! —aceptó ella. Entonces fue alrededor de la mesa y tomó los libros, dos de psicología, uno de ecología y uno de literatura, y la siguió. Cuando iban saliendo de la biblioteca ella se puso la chaqueta que llevaba en su brazo izquierdo. Por unos pocos momentos él caminó unos dos o tres pasos detrás de ella para poder apreciarla mejor. Parecía tener unos cinco pies y seis pulgadas de estatura, unas cuatro pulgadas más baja que él. Tenía una figura atlética y caminaba con mucho donaire. El suéter y los pantalones de fino paño negro que vestía se ceñían un poco a su cuerpo. Unas pesadas botas negras completaban su atuendo. La forma en que ella iba vestida le hizo observar su indumentaria: zapatos de tenis, blue-jeans, camiseta sport y una vieja chaqueta de la marina.
Entre la biblioteca y el lote de estacionamiento él se presentó.
—Me llamo MacDonald, Vincent MacDonald —le dijo.
—Yo me llamo Sylvia Goldwing. Mucho gusto en conocerte, Vincent —respondió ella. Y luego, mirando su chaqueta, le preguntó,
—¿Has estado en la marina, Vincent?
—Sí. Me separé hace seis meses después de tres años de servicio.
Luego, mirando a los libros de ella que él llevaba, le preguntó,
—¿Estudias psicología?
—Sí. Me interesa la conducta humana. Y tú, ¿qué estudias?
—Ciencia de computación —le dijo, enseñándole su libro de texto—. Me interesa el dinero.
Ella se detuvo por un instante, viró su cara y le miró de frente. Había una chispa de sorpresa en sus ojos, como si recién se diera cuenta de él. El impacto de su mirada le hizo dar un vuelco a su corazón y su mente dio un salto en el espacio y el tiempo. Siguieron caminando y un minuto más tarde, deteniéndose nuevamente, con cierta seriedad le dijo,
—¿No crees que deberías estudiar negocios en lugar de computación?
Su inesperada pregunta le trajo de vuelta a la realidad física, pues instantáneamente se había transportado con ella a un mundo romántico y bello. Caminaban tomados de las manos a lo largo de una playa blanca y tropical. El sonido de las olas del mar junto con el rumor del viento que suavemente peinaba las palmeras y los gritos de las gaviotas, producían una música celestial que les envolvía íntimamente. Era una pareja feliz de enamorados.
Después de pensar por un momento, Vincent le dijo,
—Los negocios no me atraen. En cambio las computadoras me fascinan, son los instrumentos del futuro y pagan muy bien.
—Eres un hombre visionario y práctico —dijo ella. Sus palabras, como chocolates finos, venían envueltas en una sonrisa cautivante. Y unos pasos después, dijo,
—Me gustaría conocer tus ideas sobre valores económicos y tu visión del futuro.
De pronto él no supo si le admiraba o analizaba, de modo que le preguntó,
—¿Me quieres usar como caso de estudio para tu clase de psicología?
Ella sonrió de nuevo, esta vez con una amplia sonrisa que le iluminó toda la cara. Su expresión era tan bella y amigable que le hizo sentir como si todo su ser estuviera disolviéndose.
—Por supuesto que no —respondió—. Yo no te quiero como conejillo de Indias. El futuro y el dinero son temas interesantes. Pienso que eres una persona bien informada y con ideas definidas. Me gustaría aprender algo de ti, como amigo, y eso sería parte de mi educación social.
Habían llegado al lote de estacionamiento y él sabía que dentro de breves momentos ella habría de irse, pero deseaba que estuviera más tiempo con él, por lo menos hasta conocerse algo más.
—Yo sé que también puedo aprender mucho de ti —le dijo, y se atrevió a preguntarle—: ¿Podría verte de nuevo?
La expresión que de pronto iluminó el rostro de Sylvia le hizo sentir que le gustó su pregunta.
—Búscame en la biblioteca el lunes, después de la una de la tarde —respondió ella.
—Quiero decir, antes del lunes —insistió.
Ella permaneció silenciosa hasta que llegaron frente a su vehículo y entonces preguntó,
—¿Qué sabes acerca de sufismo?
Su pregunta le llevó a ese íntimo lugar en su corazón donde se refugiaba frecuentemente, y se sintió agradecido porque comprendió que ella era una mujer espiritual.
—Es el sendero que lleva a la realización del ser mediante el amor —dijo—. He leído algo acerca de sufismo.
Se miraron mutuamente en los ojos y vieron que había una afinidad entre los dos, una afinidad que iba a crecer y fortalecerse, una afinidad que solamente la sentían y que no podían expresar con palabras.
—Vivo en compañía de otras dos muchachas; te voy a dar mi dirección y número de teléfono —dijo mientras escribía en una hoja de su cuaderno que luego se la dio.
—¿Cuándo puedo verte? —le preguntó.
—Tenemos reuniones especiales y danzas Sufis cada domingo en Santa Cruz. Si quieres juntarte con nosotras llámame e iremos juntos.
—Estoy seguro que quiero —dijo él visiblemente emocionado—. Te llamaré el domingo en la mañana. Gracias, Sylvia.
Tomando los libros de sus manos, ella los puso en el compartimiento donde tenía el casco que luego se lo colocó en la cabeza y cerró la hebilla bajo su quijada. Se puso un par de guantes de cuero negro y con una gracia y facilidad que Vincent admiró sinceramente, Sylvia montó en su motocicleta, la encendió, le dio un apretón de manos y una sonrisa que parecía una promesa.
—¡Hasta el domingo! —dijo y se fue.
Vincent la vio alejarse y desaparecer en la distancia, pero su presencia se quedó con él. La veía y la sentía dentro y fuera de sí; lo envolvía como un aura del color de su piel y recorría todo su cuerpo como una vibración eléctrica sutil, caliente, excitante y placentera. Varias veces volvieron a la playa donde caminaron tomados de la mano el primer día que se encontraron. Y allí, tendidos sobre la arena, sus cuerpos se entrelazaban y hacían el amor. Las olas llegaban ligeras a besarles los pies y se iban para volver con más ímpetu hasta envolverles totalmente y arrastrarles hacia el mar. Entonces se iban sobre las olas altas, embravecidas, como una nave a la deriva, hasta que finalmente eran arrojados en otra playa donde quedaban tendidos, exhaustos, felices e infinitamente satisfechos.
Son las doce de la noche del sábado. Vincent sabe que cuando se duerma volverá a encontrarse con ella, una vez más en su mundo idílico, pero mañana estará con ella físicamente en una playa de este mundo.
|