Y te podría decir, y escribir, palabras y más palabras, hojas y hojas, con todas los pensamientos y sentimientos que me vienen a la cabeza y al alma, pero nunca podrás experimentar como yo lo que es este amor para mí, así como yo daría cualquier cosa por saber cómo tú me amas, eso que me parece tan increíble, porque ya parece mucho, para todo lo que yo podía haberme imaginado hace sólo dos años atrás, poder haberte dicho que te amo, que te he amado sin interrupción desde los años setenta, poder haberte dicho, y escrito de mil maneras, estos pensamientos y estos sentimientos, eso ya era algo impensable para mí, imagínate entonces lo que será saber, y sentir, que tú me amas, pero cómo me amas es algo que creo nunca podré llegar a saber, además que ya para ti resulta increíble no sólo saber que yo te amo, sino además amarme, cómo tú, la Antonia Sarowski, puede amar al Cucho Vásquez, no sólo un personaje desconocido que, sin embargo, te liga con tu pasado casi por ausencia y por inexistencia, sino que, además, ese personaje oscuro del que empezaste a tomar conciencia cuando lo relacionaste con un cuento, la “Travesía al fondo del olvido” (¡que nombre pretencioso!) que circuló en fotocopias en alguno de los primeros almuerzos de los exalumnos, el segundo, o el tercero a más tardar, y que te llamó la atención por su argumento, aún cuando no estableciste ninguna relación entre tú y la protagonista del cuento, esa Matilde Poirier que tan poco podía relacionarse contigo, porque, más allá de la militancia en el MIR que compartías con ella, nada más las unía, sólo ese exilio, previa detención y tortura, pero físicamente nada había en común, como tampoco esa fugaz e indefinida relación con el otro protagonista, el Lolo, que, ese sí, era casi calcadamente yo, no, nada podía relacionarte con ella, además que sí podías encontrarte en otro personaje, la Sonia Borchers, con su lunar, que era el tuyo, y que lo hice aparecer pues cuando yo te ví en la realidad, en ese almuerzo, no reparé en que el lunar ya no estaba, pero sí estaba, y sigue estando, tu cuerpo delicado de gacela, pero la Matilde eras tú, Antonia, a pesar de sus ponchos y de ser medio artesa, cosa que tú jamás fuiste, era sólo un disfraz que te puse para que no te reconocieras, y ese disfraz cumplió eficazmente su objetivo, que era precisamente que tú no pudieras darte cuenta que eras tú, además que el final fantástico del cuento alejaba toda posibilidad de identificarla contigo, y tú pudiste entonces acercarte a mí, para conocer al autor de ese cuento, que yo escribí atenazado por la emoción de haberte visto, de lejos, en ese primer almuerzo en la Escuela de Hotelería, y en ese cuento habías sentido resonar las cuerdas de esos tiempos, pero sin hacer tuyo el drama que allí se mostraba, pudiste acercarte a mí sin sentir y sin saber que también en ese acercarse curioso también se cumplía eficazmente otro objetivo quizás inconsciente del cuento, y que era precisamente ese: acercarte de algún modo a mí, de un modo inocente, y fue entonces tu curiosidad la que te llevó a mí, evitándome así la eterna frustración de verte de lejos y no poder estar nunca cerca de ti. Fue sólo esa curiosidad, y no mucho más, porque después de eso no nos acercamos más que antes, pero, para mí, significó mucho más que eso, pues, sobre todo, significaba que por fin, después de veintisiete años, yo existía al fin para ti, y tú no puedes saber lo que eso fue para mí, casi como si en ese momento yo naciera, naciera para una vida nueva que en esos momentos yo no podía adivinar, pero ahora yo puedo especular, por lo menos, que esa nueva distancia que tú marcaste entre nosotros, esa conciencia de mi existencia, se incorporó también en tu corazón desde entonces, aunque tú no fueras consciente de ello en ese momento, pero creo que a partir de ese momento, la enorme distancia que aún mediaba entre nosotros ya no era percibida sólo por mí, sino también por ti, y que, en el rabillo de tus ojos, se abrió en adelante un lugar especial para mí, a quién ahora podías percibir como lejano, pero, de un modo casi negativo, presente, en ese mundo en el que, hasta entonces, yo no había existido, como no había existido en ninguno de tus mundos ni de tus edades, en ninguna de las “etapas de tu vida”, como tú dices, y ahí estaba yo, presente pero aún ausente, en esta etapa de tu vida, un factor casi irrelevante, pero nuevo, alguien en que, a lo más, se detenía brevemente tu mirada al recorrer el comedor, alguien que, a lo mejor, no ameritaba ni siquiera un pensamiento, pero que estaba ahí, como un nuevo mueble en la sala, como se percibe inconscientemente un cambio en la decoración, pero algo más que eso, pues ahora yo también tenía un nombre, era el Cucho Vásquez, o el Lolo, y a ti te parecerá irrelevante el saber el nombre de una persona de la que poco o nada sabes, más que el nombre, pero yo te puedo decir, con mucha autoridad, que sí era importante que, en mi presente ausencia, yo tuviera al menos un nombre, y aún algo más que eso, porque, para ti, yo era el que había escrito cuatro letras que tú habías leído no sin alguna emoción, y te lo digo porque durante décadas yo amé a alguien que apenas era poco más que un nombre, la Antonia Sarowski, a la que no conocí nunca personalmente, de la que tantas cosas podían alejarme y ninguna acercarme, a la que durante años sólo recordé, como un nombre y una vaga imagen, y también un lunar, y nada más que eso, y sin embargo, yo amé ese nombre, y a la desconocida que llevaba ese nombre, y que entretanto en mi vida se sucedieron amores y experiencias ajenas por completo a ti, pero no dejé de amarte y recordarte, tanto como para que cuando te volví a ver, a ese amor sólo se agregó la necesidad de verte, aunque fuera una, quizás dos veces al año, y para mí eso bastaba, aunque sintiera con más fuerza que antes la inmensa distancia que nos alejaba, y que el ir conociéndote más, aunque fuera sólo un poco más, y luego más y más, en realidad fuera como ir re-conociéndote, re-descubriendo tantos rasgos adivinados intuitiva e inconscientemente, con tanta certeza como para que nada de lo que iba conociendo, o re-conociendo, constituyera una sorpresa para mí, como si la mítica Antonia Sarowski que yo cultivé durante tantos años hubiera terminado por darle forma, desde la ausencia, a la Antonia Sarowski real, como si ese persistente amor a lo desconocido hubiera terminado por llegar misteriosamente a ti, moldeándote desde la infinita distancia que nos separaba, o más bien que me separaba de ti, pues tú no podías experimentar esa distancia desde el desconocimiento, yo no formaba parte de tu mundo de recuerdos y de imágenes del pasado, en cambio tú fuiste siempre el centro desde el cual todo ese pasado tomaba sentido para mí, y no podía recordar, por ejemplo, mis experiencias en Patria y Libertad, sin que, por contraste o contraposición, surgieras tú en imagen dentro de ese recuerdo, o cualquier recuerdo de la escuela, el contacto renovado con antiguos amigos nacidos en ese pasado, servían para traerte siempre igual a mis pensamientos, que se teñían entonces de una dulce tristeza, y cuando te recuperé, por llamarlo de algún modo, fue para confirmar esa imagen casi inventada, y digo casi inventada, porque todo lo que yo tenía de ti no era más que la sutil imagen, el vago recuerdo, de una bella muchacha roja, como te nombré la primera vez que te escribí, un correo en el te quería decir que tú significabas algo más para mí, que tu posición política era también, para mí, algo que yo podía, desde mi distancia, amar. |