Acababa de volver a casa. Todavía no me había dado tiempo de quitarme el abrigo, cuando sonó el teléfono. De pronto sentí un nudo en la garganta y mis ojos empezaron a humedecerse. ¡Tenia tanto miedo!
Me acerqué despacio al aparato mientras seguía sonando. Las piernas me temblaban y un escalofrío me invadió por completo. ¡La casa estaba tan vacía sin ti! ¡Tan oscura! Yo decidí no volver a encender las luces el día que tú te fuiste. Prefería esperarte en la oscuridad. No quería ver la soledad de nuestra habitación por la noche, cuando me siento tan sola.
Puse mi mano sobre el auricular. Intenté levantarlo pero pesaba demasiado.
El ruido agudo y monótono me estaba mareando, y me senté en la silla que siempre usara para hablar contigo.
De nuevo intente descolgar el teléfono y esta vez lo conseguí. Me quede un rato mirándolo de frente (unos segundos, una eternidad). Y entonces, me armé de valor, me lo pegué al oído y... ahí estabas tú. Con tu respiración tranquila y profunda. No tuviste que decir nada para que yo te reconociera.
¡He escuchado tantas veces tu silencio! que podría reconocerlo en cualquier parte. Abrí la boca para decir algo pero tú me interrumpiste con un suspiro.
Mis lágrimas se derramaron en tu boca a través del cable y tú me acariciaste con un beso en el oído.
Por primera vez, hicimos las paces sin mirarnos.


- Lola M-A L -

22/12/2003

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