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La suspicacia ha llegado con los presagios por la mañana. Estos momentos se enlazan con preludios de liviandad. Nada más importante en estos instantes más que pensar en sus ojos, porque no hay otra pausa como ésta que alivie esa angustia de vivir. Y ¡zaz! La muerte llega de cualquier forma, tarde o temprano. Sara sabe, porque se dio cuenta, desde que miró a los ojos de Carlos Amaranto por primera vez, que a él no le parece tener que vivir, sin poder prolongar el asueto de la levedad impuesto entre cada momento de la vida; por eso es que ella lo suele tomar de la mano, desde entonces, sin que a cambio espere una interpelación, un gesto de ternura, o una simple pregunta a cambio, que pueda mitigar en esta ocasión, los calores de junio.

Desde que una mujer en el tren de las 6 eligió, en un acto raudo y discriminatorio, sentarse a un costado del trajeado ebrio, en lugar del asiento libre que quedaba a un costado de él, que leía en ese momento un libro de poesía de Girondo, Carlos Amaranto se dio cuenta de que ser un muchacho impredecible no era la fórmula para un joven en este mundo ordinario. Hay mujeres que no desean saber de poesías ni complicaciones, solo buscan realidades, cosas normales y habituales como hombres alcohólicos de oficio u oficinistas ortodoxos de día completo.
Toda la gente está cambiando en estos días. Hay de formas a formas, para cambiar, pero ésta es muy violenta según el parecer de Carlos: la gente cada vez se mira menos a los ojos y por lo tanto se comprende menos. El problema no es que todos cambiemos, sino que no queramos acordarnos de cómo fuimos antes. Una vez que creemos ser otros, nos deja de complacer la idea de encontrarnos con nuestro pasado, y empuñarlo como potente paraguas para defendernos del mal tiempo y decir: qué bueno estamos a salvo, aún con este presente de días raudos para algunos y de angustia de vivir para otros.

Que todas las cosas en la vida hay que hacerlas con el mejor empeño, dar un máximo, no dejar ningún cabo suelto. Es lo que siempre ha escuchado Carlos Amaranto. Es una forma de hacerle entender que sólo puede caber el éxito en quien acaba las cosas que alguna vez comenzó. Pero él ya no estaba convencido de eso ahora; siempre es mejor pensar, y lo pensaba, que el éxito consiste en sentirse bien con lo que uno hace; es decir, que éste llega cuando se está satisfecho consigo mismo, así de sencillo. Pero con las mujeres es diferente, no hay salida alterna ni parámetros exquisitos. El éxito parece significar en esos tiempos, una fórmula de estilo que te ordena exhibirte por la calle, de la mano de una mina delgada y equilibrada mujer de cabello claro, pequeño bolso rosa en brazo. No hay alternativa si consideramos que así hay tantas en la ciudad, como fraguadas al candor de un modelo omnipresente, un prototipo irreductible aplicado para toda ocasión. En este tema en especial, parece haber un abismo extraño entre lo que Carlos cree que es el éxito, y lo que el éxito dicta como patrones; su existencia no depende de alguna regla específica, puede llegar a ser un boleto de autobús, el éxito, sin origen ni destino cierto.
Pero me suelo equivocar, pensó Carlos, mientras regresaba una y otra vez sobre sus pensamientos ocupados por una delgada y equilibrada mina de cabello claro, pequeño bolso rosa en brazo. Con todo y sus justificaciones dilatorias, sabía que el éxito, - al menos en este tema- sí recaía en la burda materialización de sus últimos pensamientos ¿Pero significaría entonces que eso le haría estar satisfecho consigo mismo, como lo dicta su propia definición de éxito?
Una ocasión Sara le preguntó, con cierta espontaneidad, por qué él nunca veía a las mujeres a los ojos cuando platicaba con ellas; recordándole a manera de referencias próximas, aquella charla que él entabló con su amiga María Valencia, en esa tarde de tímida de miles de gotitas frías, o en esa noche en que Sara regresó de sus cursos con sus dos viejas amigas de aquél colegio de adolescencia, cuando la preparatoria era un obstáculo más qué franquear. Y luego sentadas las tres en la mesa, expectantes de la interesante charla que parecía brindarles Carlos Amaranto, efectivamente, sin cruzar mirada alguna.
Esos eran otros tiempos, pensó Carlos antes de responder – ¡No para qué! Ahí es donde empiezan los problemas.

Los límites de la convivencia suelen romperse y degenerarse mientras más pasa el tiempo y la gente sigue unida. Así pasa con los amigos, pensaba Carlos. Quizá por eso se justificaba cuando decían que no tenía amigos. Pero no es que no los tuviera, sino que evitaba frecuentarlos a menudo. Para él, la distancia y el tiempo eran dos elementos fundamentales en la evasión de los problemas. ¿Porqué no vas a ver seguido a tu camarada Sergio, si se supone que es tu mero camarada? Pues por eso mismo, porque es mi camarada procuro no frecuentarlo, respondía, lo veo dos veces al año y así está bien; sin broncas. A veces las manifestaciones del éxito parecen no tener forma, o se convierten en mutaciones de premisas e ideas tan contradictorias que suenan poéticamente coherentes. Si en la distancia se logra mantener una relación de camaradería, quizá estemos en presencia de alguna clase de éxito. Pero el fracaso también suele mutar y hasta confundirse con el éxito; y entonces ocurre lo que a Carlos Amaranto le sucedió cuando le preguntaron si alguna vez se había quedado con las ganas de volver a la Universidad, desde que la dejó, a media carrera. Esa noche contestó que no, pero tuvieron qué pasar varios minutos para que pudiera explicarse así mismo porqué no sentía nostalgia de su vida de estudiante en la Universidad. Tal vez haya sido una época dura para él, porque de otra manera no podría entenderse la razón de su negativa a regresar un poco en el tiempo y visitar a los viejos camaradas con los que alguna vez compartió las aulas y los pasillos, y que ahora dan clases a su turno, y escriben en esos nuevos pizarrones lisos y blancos, que ya han sustituido a los viejos pizarrones verdes y porosos. Para él nunca ha sido una opción sostener relaciones longevas con los amigos pasados, y mucho menos con el pasado amigo.



2


¿Te conté que sentí tristeza cuando ví a Carlos Amaranto caminar como ermitaño por la calle, en pleno sol, volviéndose para su tierra, con sus huaraches negros de suela de goma, y cargando esa gran bolsa de mimbre? Da la impresión de que se está escondiendo de la vida todo el tiempo, ahora vino a esconderse acá, a 700 kilómetros de su tierra. 163 días duró su estancia, como exiliándose de sí mismo, tan ausente del mundo y tan presente a la vez, de su destierro temporal.
Se me ha ocurrido pensar que si Carlos ha evitado mirar a los ojos de los demás, incluyendo los tuyos, es tal vez porque en el fondo no desea que lo encuentren, y le digan cosas tan sencillas como: vamos al parque juntos o, ya vente a dormir o ¿tienes frío? Es una manera razonable de pillarse los minutos y los meses, y ganarle terreno al pasado, como si pretendiera hacerse de los augurios y así poseerlos, para no especular con las palpitaciones y la intuición: si haya que ir hacia arriba o hacia el costado de los días, y así no quedarse sin palabras cuando tenga que llegar el devenir.
Creo que me había acostumbrado a él y a su forma de quedarse callado cuando los amigos lo reprendían por pequeñeces sin sentido. Su exilio comprendía también el silencio frente a los ataques y las críticas de los demás. Pareciera que el mundo nunca está conforme con Carlos. Por un lado lo reprimen o regañan y por otro lo critican por no defenderse y adoptar el silencio como estrategia de salvación. Pero simplemente son actitudes pasivas las suyas, que buscan aligerar una suerte de incomodidad; existe una enorme diferencia entre ese silencio que salva, y el silencio que siempre mata; eso lo sabes bien Milonga.

En todo caso, si Carlos Amaranto sigue al pie de los días, es porque continúa creyendo en el cumplimiento cabal de esas instrucciones básicas del manual para la vida. Ya sabes, ese de comer, dormir, reír, caminar, dormir, y de vez en cuando, con licencias nocturnas, amar; a menos, claro está, que esto último lo practique todo el tiempo sin que nunca nadie se haya enterado de los permisos vespertinos que se toma y los otros tantos matutinos espontáneos. Sabes a qué me refiero, no necesito ser explícito, no quiero fastidiarte. Por eso es que, mirarte a los ojos a ti, muchacha, no es cosa segura; sería tal vez como arriesgarse a romper la suerte y salirse de un solo golpe de ese aletargado exilio; como irrumpir en la vida así nada más sin palos ni piedras ni flores ni orgullos soberanos. Y eso, te digo mujer, es demasiado riesgo para él. Y creerás que no es nada personal Milonga, nada personal; es solo un asunto de derrotas y miedos. Se arriesga si de antemano se sabe que hay algo qué ganar, pero acá con Carlos no se sabe realmente si alguna vez ha tenido algo qué arriesgar, o todo lo contrario, algo qué ganar. Los solitarios como él arrendan trozos de exilio para ellos, como si fueran a perderle el lindero y la patria, y después no supieran cómo regresar del mundo, a casa.

Me estaba acordando que un día me di cuenta sin pensarlo, que Carlos Amaranto andaba más nervioso de lo normal, recurriendo insistentemente al único tema que se podía abordar en esos momentos. Si recuerdas que se venían las elecciones esas trucadas, en un clima enrarecido. ¿Si te acuerdas verdad? bueno, pues ya ves que las campañas estaban dedicadas a enmudecernos e intimidarnos a todos los ciudadanos, y Carlos que solía tener sueños premonitorios, en ese entonces recurrentes, sobre los asuntos que más le preocupaban, había estado soñando sobre el triunfo por fin de una izquierda emergente en el país, después de tantos años. En realidad ese era el sueño de todos, si recuerdas. Esos eran tiempos para la izquierda, que había recortado distancia los últimos años frente a la dictadura prevaleciente del desertor de la historia ese. Yo sé que te debes acordar muy bien de todo eso (y cómo no, si a tus jefes los desaparecieron un día, por negarse a convertir la empresa en que trabajabas en un centro de operaciones más de la policía y el ejército).
Pero si Carlos Amaranto soñaba el triunfo de la izquierda, era porque, como todos nosotros, estaba más que nunca atemorizado por la dictadura del Gervacio ese que ante el debilitamiento de su gobierno prescrito, había apostado inusitadamente a legitimar su dictadura a través del teatrito ese de las elecciones, sin que por ello dejara de reprimir como nos reprimió a nosotros. Qué burla tan terrible la del presidente ¿Verdad? que quiso organizar una dictadura “más democrática que de costumbre”.
En esa época, me dijo, en algún momento, que empezaba a tener frío en cuanto se sabía sin la comodidad de tener a Sara queriéndolo incondicionalmente, sin presagios ni designios, espantapájaros, ni próximos prójimos. En eso no existen riesgos, me decía, sin que yo pudiera entenderlo del todo. Ahora que lo pienso, tal vez por eso a ella si la miraba a los ojos sin temor. Y se veía tan a salvo y relajado cuando lo hacía. Con ella no había restricciones, ni vetos, en cambio si había salvedad, toda la salvedad. Él sabía que con ella había muchas cosas por venir y sin riesgos, al abrigo de sus brazos, con la tierra segura de la costumbre. Hasta la fecha sigue aceptando que la costumbre también era parte del amor; no lo concebía sin ella. El problema es que a partir de la muerte de Sara, su costumbre se convirtió en soledad, y en eso no creo que puedas tu hacer algo, mujer, por más que anheles sus el destino que brindan su ojos. De cualquier forma, pienso que un día de estos llegará en que Carlos no tenga a donde volver si le da frío, ni podrá acostarse a dormir sin que haya a su lado quien le espante sus sueños con fantasmas del pasado; cuando intente regresar, si es que un día lo hace, no sabrá qué brazo tomar y mucho menos qué mano estrechar para frenar al mundo y ponerse de acuerdo con él. Un día llegará, que no sabrá cuántas veces deberá pisar la arena antes de echarse a volar como gaviota y perderse por encima del mar. Espero que Carlos nunca llegue a tanto, que sepa más cuál de las voces dulces y miradas cálidas que lo rodean, sea realmente su casa.
Pero bueno, Milonga, podría yo especular aquí tanto como quisiera, navegando en un mar de versiones e hipótesis furtivas, de leyendas vertiginosas; pero no te voy a negar, que en realidad, la verdadera razón por la que Carlos nunca mira a los ojos a las mujeres, y por lo tanto no quiere mirarte a ti, únicamente la conoce él; y en cuanto a la causa del exilio este del que te hablo, creo que la conoces de antemano, al igual que yo, porque nosotros también sufrimos los tiempos duros del Gervacio.

Texto agregado el 12-08-2006, y leído por 113 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
26-08-2006 mis comentarios ya te los hice en otro lado, aquí mis 5* ednushka
12-08-2006 Un kilo de letra muerta habría que sacarle a eso. EuFoRBicA
12-08-2006 PUeden existir muchos motivos por los cuales no ver a los ojos, pero de algo estoy segura, no confío en quien no lo hace. ***** purosentimiento
 
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