Mi recuerdo más remoto (1).
El patio trasero
-Allá está la mata de guayabas que el abuelo sembró cuando yo estaba recién nacida, chiquitica, como el bebé de la vecina de al lado.
-¡No!, pero tú todavía estás chiquita, en cambio ese matonononón parece que tuviera como mil años
-¡Ay!, ¡que mil años ni que nada!, además… chiquita eres tú, que no te comes los semerucos de la mata porque están muy altos… ¡recoge tomate! ¡recoge tomate! ¡recoge tomate!
-Cállate, Celia, ¡no seas gafa!, además, tú con esa panzota no puedes ni montarte en la mata de semeruco, en cambio yo… ¡a que llego primero a la rama más alta de la guayaba!... allá, donde está el nido de paraulatas… ¡a que llego primero que tú!, ¡a que sí!...
-¡a que no!
-¡A que sí!
-No, no… mejor no, porque si tu papá nos pilla va a cortar el pobre árbol y nos va a dejar sin nalgas de tanta correa…
-¡Te voy ganando!...
La brisa sopla fuerte y el árbol cruje como pan tostado cuando le das un mordisco. Dayana va delante de mí, pero como soy más alta, salto sobre ella, monto mi pié en la horqueta que está justo sobre su cabeza y me estiro lo más que puedo para llegar a la rama donde se tambalea el nido. Al fin llego, me siento y lo tomo en mis manos. Está seco y viejo. Dayana ni siquiera ha llegado a la horqueta, creo que no va a llegar nunca, al menos hasta que tenga ocho, como yo.
-Apúrate, ven a ver…
Los cascarones rotos y vacíos están enredados entre las ramas, parecen tener mil años.
-a lo mejor ya volaron… o a lo mejor se los comió el gavilán que chilló esta mañana por ahí
-No se los comió… no pudo habérselos comido porque las paraulatas pican si te acercas mucho a su nido
-a ti, que eres una niñita, pero a los gavilanes no los pica ni la culebra... ellos saben agarrar a los bichos sin que los piquen. Después, en el aire, los sueltan y los dejan caer, pero cuando casi van llegando al suelo, los vuelven a agarrar y les entierran una uña para que se mantengan casi muertos, hasta que llegan a su nido. Luego esperan a que el bicho se muera desangrado y les sacan las tripas con el pico.
-bueno… pero el nido es viejo, y el gavilán no tiene mucho tiempo por ahí…
-Éste, pero antes había otro… ¿no te acuerdas?
Dayana casi llora por los pajaritos, pero no lo hace porque ya está llegando a la horqueta y pasar por ahí es difícil, a uno como que se le enredan los pies.
-¡Apúrate, mija!, me van a salir raíces aquí..
-No te pueden salir raíces, boba, las raíces salen en el suelo, en la tierra, ¡no en el aire!
-Dale chama, que ahí viene alguien…¡Coño!, ¡tu papá!
Me meto el nido en el bolsillo de la braga y comienzo a bajar lo más rápido que puedo. A Dayana le da miedo y se agarra fuerte del tronco, dejando el pié justo sobre la horqueta. El viento sopla como si a cada paso de mi tío se levantara un huracán en la copa de todos los árboles.
-espérame, Celia, ¡Espérame!
-¡Mira!, ¡Carajitas del Coño!
Paso volando sobre el cuerpecito de mi prima menor, me agarro a las dos ramas y la horqueta se abre. Desde ahí mismo salto cual tarzán, pero la liana se rompe y caigo al piso de culo. No me puedo levantar porque justo frente a mí están los pelos largos y chicharrones de Dayana que, debido a mi salto, ha quedado varada con el zapato apretujado entre las ramas de la horqueta, y se ha soltado en un grito que rompe el aire justo desde el mismo punto en el que se sostenía hasta los quince centímetros que ahora separan su boca del piso. Guindada boca abajo como está la alcanza el zapatazo de mi tío, y yo, rápido me desenmaraño y corro, corro mucho, corro como para no volver a ver jamás esa cara furiosa, como para llegar rápido a los años mayores y poder montarme de una vez y sin trabas en mi mata de guayabas, como para no escuchar el chirrido de la sierra que corta el árbol de mi vida ni los gritos de Dayana que llora castigada en un rincón, corro para pasar este sustote que parece tan grande como para matarme, o por lo menos para mantenerse vivo y perseguirme eternamente hasta que estemos viejitos y muertos los dos. Meto la mano en el bolsillo: el nido se ha roto, el árbol ha caído y mi infancia parece un huevo roto y viejo que apenas recuerda los juegos que alguna vez, y para siempre, alzaron vuelo.
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