De Caracas.
Una tarde caminas por esa calle que no se parece a ninguna otra calle de ninguna ciudad de ningún otro estado, país o continente. Caminas por allí, precisamente esa, “los chaguaramos” o “anacoco” o ve tú a saber que nombre, el que mejor te parezca que pudiera tener. Resulta que caminas por la calle con ese tongoneado tuyo que exhibes sólo porque naciste aquí, y se te ocurre que tal vez el hecho de pasar por allí en ese mismo instante te hace ser tan feliz como ningún otro mortal sobre la calle de ningún otro sitio. Y caminas bebiéndote el paisaje: troncos laberintescos en el centro, dos rayas largas y grisáceas manchadas de sol, aceite y grietas, cercadas por las casas que son bien parecidas pero por nada iguales. Te metes en el fondo de los detalles cada vez menos planos: hojas que caen policromadamente hermosas, pisadas sobre el barro, crujir de troncos rotos al paso de tu pie. Metes el ojo en cada rendija y presencias el todo de lo que ninguno cree que tenga relación. Te das cuenta que pasas por allí porque eres el allí que estás cruzando, si no, no te llamaras Pedro, Ana, José, Yasibeth o como mejor te complazca llamarte. Cada casa tiene lo suyo: paredes, marcos, puertas, ventanas, patio, rejas, y su particular que las hace perfectamente insólitas: de aquella asoma la cabeza pelirroja de un araguato enorme que te mira al revés gracias a su larga cola prensil que pende de una rama, la otra tiene una manga floreadita con su tapete de terciopelo claro sobre el césped redondo (chino, creo, le dicen), otras mas bien son grises, oscuras y sombrías, como para dar miedo de fantasmas cuando pasas en frente. Las hay también muy claras, alegres, abiertas como casa de putas (es común encontrar por aquí gente que con gusto regala su derecho a la privacidad... y eso es bueno, no se malinterprete, por algo a ellas las llaman “las de la vida alegre”). Caminas muy contento y te dices que sí, la vida es bella, aunque suene simplón y muy usado, y sigues con tu paso disfrutando la brisa que rememora tiempos de Pacheco. Los carros pasan cada vez mas seguido y pronto la cola de la tarde ocupa el gris asfalto. Barullo, gritos, el coño de tu madre, la tuya... yo también quiero llegar, y todos en lo suyo y nadie con ninguno. Te sientas en la plaza y observas a los niños que salen de la escuela, a los ejecutivos agobiados que bajan de la torre, a los abuelos que incógnitamente dormitan en cualquier banco sombreado, a los muchachos raros que se arman en logias acordes a sus propias tendencias: los que visten de negro, los que nunca se bañan, los que gustan del fútbol, los que exhiben...(esos son todos aunque no lo pretendan). Sonríes porque sí, ellos también están y son risibles, y piensan quizás que tú también lo eres por estar tan feliz en la hora pico. Sigues tu rumbo calle abajo y te encuentras una jungla de gente atropellada por el día que ya se va a acabar, colas inmensas para tomar un carro, una camionetica, un taxi, un libre, el metro, una mesa en aquel restaurante, un teléfono público, aló mamá, ya voy llegando y todo el mundo haciendo lo que tenga que hacer para cerrar su día igual que siempre. Te unes al jolgorio y ves al sol que despide su turno en un cielo infestado de colores moribundos y una luna gigantemente hermosa que se asoma cual corona sobre el cerro imponente. Despides una tarde más en esta ciudad llena de gente y rezas por que nada en el mundo le quite sus encantos. Te vas, quizás contento, dejando atrás la huella de un paso que nadie más verá, y comienza la noche, lúgubre, triste, agónica, maldita, transformando el paisaje, dejando ver el rostro de lo incierto, su doble personalidad, su infierno.
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