Bastó que me sumergiera en el rectilíneo tiovivo del Metro para que, al salir, me encontrara con una ciudad diferente. Los puntos cardinales se escondieron detrás de los múltiples edificios nuevos que van enrareciendo cada vez más el paisaje de este Santiago perseverante en su afán transformista. El día también cooperó para involucrarse en esta trastada ya que el sol se mimetizó detrás de las plomizas nubes y la gente ni siquiera se dio por aludida de mi espantosa desorientación y pasaba en rebaño por mi lado. Me asaltó la idea desconcertante de que, por algún motivo inexplicable, el tren subterráneo había cambiado de vía, viajando con ciega obsecuencia hacia un rumbo indeterminado. Por lo mismo, al emerger como un fantasma por la boca del túnel, lo mismo pudo ser Buenos Aires, Ankara o Budapest, la ciudad que se asomaba a mis espeluznados ojos. Con la desesperación de, acaso, no encontrar nunca más mis huellas, agucé mi oído para tratar de descifrar la jerga de esa gente de rostro cosmopolita. Yo buscaba Providencia, Pedro de Valdivia, Once de Septiembre, pero los rascacielos que se alzaban airosos y triunfales por sobre lo telúrico de nuestra estirpe, me daban a entender que estaba equivocado, que nada de eso ahora existía. Me di vueltas interminables por calles y bulevares, contemplé vitrinas suntuosas y me asomé en los cafés buscando una pista y hasta un vendedor de confites que se asomaba en una esquina con ojos suspicaces, silenció su pregón para aumentar mi desorientación. Hasta que de pronto, en lontananza le vi. Allí estaba tendido con su verde lomo asomando por sobre edificios y azoteas, quieto y reconocible como la punta de mi nariz que siempre contemplo para saber que soy el mismo. Un suspiro de alivio y la diana reforzada por el bocinazo de un automóvil, vinieron a sembrar esta pequeña epifanía en mi corazón. Por lo tanto, crucé la acera y al igual que un ciego que ha recuperado a su lazarillo, me fui besando de memoria la estampa gallarda del bendito cerro San Cristóbal, bautizado irreverentemente como Parque Metropolitano. Gracias a él, recuperé mis huellas, mi cordura y el camino de regreso a casa. Un consejo, desconfíen de ese Metro que nos trastrueca todo lo conocido y lo disfraza con una perversión que es digna de estudio. Ya hablaremos más largo sobre ese asunto…
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