Estuvo horas bloqueado frente a la pantalla. No habló, apenas contestó el teléfono. Fumó diez cigarros convertido en un feroz fuelle. Por el pasillo del mundo exterior vio pasar a todos. Corrían de un lado para otro cargando carpetas y archivadores. Toda la tarde lidió con los murmullos. La radio de la oficina contigua sonó difusa, enredada. El tiempo pasó no más. Sin gestos suyos; sin ningún tipo de interés que sirviese de boya al hundimiento. Fue funesto el vacío de las horas.
Hizo lo mismo al salir. Caminó como un autómata el circuito de todos los días. Cinco pasos para quedar en el pasillo; un cigarrillo pendiendo de la mano tiritona; un giro a la izquierda y ocho pasos más. De allí un ascensor que caía a las tinieblas. Luego el gentío de la calle y el corazón aprisionado por el esternón. El rictus de los labios lo tenía duro como un onix. La mirada agresora fue la misma que más tarde paseó en el auto. Allí, camino a casa, metido en la hilera de bichos enfierrados, jugó al azar con el dial de la radio y jugó al azar con el pensamiento incontrolable, díscolo. Las luces reflejadas en el agua del pavimento, reflotaron el juego de su imaginación insana, plana y desarraigada. Le gustaba desenfocar la mirada y armar mosaicos con las luces de colores que nunca faltaban.
Al estacionar, se preocupó mucho de su aspecto. Una y otra vez se enfrentó al espejo del vehículo. La vida era un espejo. El contraste de la incipiente luz recreó los días de cortes en el sistema interconectado; por esos días aun estaba limpio. En orden ascendiente instó a la gana a tener hambre, luego la increpó, la zamarreó, pero no hubo caso. Alguna mentira le serviría de soslayo para cuando su mujer le formulara la pregunta de cada día. Se preparó también para la mala reacción porque la quería. Templó con estaño y cobre los nervios que hace rato venían mal.
Cuando los niños saltaron sobre él, recordó su faceta de padre. Con harto desgano se vistió con ese traje. Bruscamente desempolvó los sentimientos para estar a la altura de tanta vida efervescente. Le tuvo miedo a las miradas tan limpias de sus niños. Sintió un peso enorme empujándolo hacia el núcleo del suelo como un yunque. Después se clavó en el baño.
Más tarde se hundió en la almohada para esquivar el deseo de su mujer. Allí estuvo con la misma mirada seca, pegada al techo de la habitación. El rito diario se desenvolvió parecido a todos los días. La pantalla encendida convertieron el entorno en superficie lunar.
Así, de este modo, flotando en la nada, con su corazón deshidratado, sostuvo la batalla de siempre por otra línea fulgurante. Y ojalá por dos. Así, sin cerrar los ojos. |