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A mi padre siempre le recuerdo con un bonito reloj de correa de piel negra y brillantes esfera blanca. Cuando yo era muy pequeño ya jugueteaba con el reloj mientras mi padre me tenía en sus brazos. Después, cuando fui algo mayor le pedía el reloj y subiéndomelo desde la muñeca hasta prácticamente el hombro paseaba por nuestra casa marcando el paso con el tic-tac del reloj pegado a mi oreja.
Mi adolescencia encontró al reloj de mi padre con la esfera menos brillante pero con las agujas marcando con firmeza mi paso desde la edad indefinida hasta una adultez indefinible. No fueron buenos tiempos para el reloj ni para mí; el ritmo que marcaba no coincidía con los ritmos que yo le quería imprimir a mi vida y poco a poco el reloj y yo nos fuimos alejando. La esfera por entonces debía estar mucho más oscura, quizás más triste y las agujas empezaron a marcar unos tiempos que ya no eran los míos.
El paso del tiempo, dicen, mejora las heridas pero agrieta para siempre algunas almas. Y así con el alma agrietada me dirigía yo hacía la adultez anestesiada en la que aún me encuentro. Como para sacarme de mi sopor adulto, el tiempo y el amor me ofrecieron dos hijos con los que yo visitaba regularmente la casa de mi padre que sentado en su sillón ofrecía su reloj a sus nietos como para permitirles acogerse a un ritmo pausado que yo sabía aceleraría en la adolescencia y se volvería a enlentecer en la madurez. Mis hijos hicieron que mi visión de la vida cambiase, mis ritmos se ajustasen y nuevamente me fijara en la esfera del reloj de mi padre que habiendo salido de la oscuridad en la que para mí se había sumido volvía a brillar, quizás algo menos de lo que recordaba pero aquella esfera blanca, sobre la gastada correa, emitía un fulgor que sin llegar a deslumbrar transmitía la luz justa y subrayar su presencia. Viéndolos intuía que sin que la vida dilatase mucho más el momento el reloj de mi padre pasaría a ser mío y que entonces entre el reloj y yo marcaríamos los tiempos de los dos pequeños que se peleaban por ver quién se ponía el reloj y marcaba el paso por toda la casa con el reloj pegado a la oreja.
Pero un día llegué con mis hijos a visitar a mi padre y ya desde la puerta intuí que algo había pasado. Salió a recibirnos y lo primero que percibí es que no llevaba el reloj que me había marcado y debía marcar a mis hijos el tiempo de sus vidas. En su lugar aparecía una muñeca delgada, con una marca blanca sobre un trozo de piel que estando oculta por el reloj nunca había visto más que el reverso de este. Cuando le pregunté extrañado me dijo: "mira hijo, llevaba treinta y ocho años con un reloj que nunca me había gustado y como encima se ha estropeado lo he tirado a la basura". Lo confieso, me sentí triste, decepcionado y dolido pero también me sentí realizado, satisfecho y porque no decirlo muy aliviado.
Manuel Armayones Ruiz
"Dedicado a mi amiga Lourdes Valiente"
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Texto agregado el 14-01-2004, y leído por 199
visitantes. (2 votos)
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Lectores Opinan |
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03-02-2004 |
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Jeje, es gracioso, al padre nunca le había gustado. Muy bueno, como dice nomecreona, relajante. Eddy_Howell |
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20-01-2004 |
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Tan cotidiano que es sencillamente relajante leerte. Un saludo. nomecreona |
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14-01-2004 |
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¡¡ Vaya, vaya !! un reloj que sirve a tres generaciones.
¡¡¿ De qué marca, por favor ? !! superalfa |
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