Casilda vino esta mañana al malecón, el sol despuntaba y ya estaba caliente el ambiente porque la Guayana venezolana es así, déspota con los suyos, caliente cuando no debe y lluviosa cuando no se espera.
Parado frente al palacio municipal mi mirada se derramaba sobre el horizonte sin mirar nada en especial, hasta que me detuve en el enclenque cuerpo de la visitante, el vestido gastado y nauseabundo no decía nada, solo que era de un pobre ser humano entregado a las drogas y el mal vivir, encendía con avidez una pipa de crack y temblaba sumida en el maldito éxtasis provocado por la droga, me acerque por curiosidad y ella retrocedió, siguió retrocediendo hasta que trastabillando cayó hasta el fondo del malecón, a las aguas del turbulento río, en esta época el río está alto, pero donde cayó Casilda no era tan profundo, sin embargo ella no podía levantarse, sería por causa de tanta piedra consumida (así llaman en Venezuela al crack), yo me asomé al borde del malecón y traté de ayudarla, ella en sus estertores atinó a levantar la mirada y a clavarla en mi, con unos ojos tan terriblemente muertos que estaban ausentes de cualquier brillo, con una miseria tan espeluznante que me hizo erizar la piel, con la muerte tan firmemente anclada a sus espaldas que a duras penas podía mantener la cabeza fuera del agua aunque extendía con desesperación un brazo que terminaba en una mano huesuda y llagosa. Me había puesto de rodillas para tratar de alcanzarla, pero al ver aquel ser tan deplorable me levanté, vi a todas partes, no había nadie, entonces metí las manos en mis bolsillos, busqué un arrugado cigarrillo y mi inseparable zippo, encendí ese marlboro con olor a chiripas y detergente y me aleje poco a poco con dirección indefinida.
Ahora estoy un restaurante de segunda, en un viejo televisor están pasando la noticia, la hallaron muerta, se llamaba Casilda. Pedí otra cerveza y me puse a resolver un crucigramas, dispuesto a borrar totalmente de mi mente la experiencia de esta mañana, dispuesto a matar a Casilda por segunda vez.
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