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ALTA SUCIEDAD
Por Miguel Otero

Robaron el cofre. La mañana es fría, llena de niebla. Calles vacías y veredas húmedas; cuellos con bufanda y vidrios con gotitas de vapor. El carpintero no llega a arreglar la ventana. La mujer explica a un somnoliento marido el contenido ya perdido, y mira el rastro que dejo en su índice la sortija que la nominaba. La puerta esta completamente cerrada, y ni los fuertes golpes logran que se abra, pero él grita llamando a que alguien salga, pero a esa hora eso es difícil, y el dinero se hace más urgente. Sobre la cama alguien espera lleno de fiebre y dolores musculares. El marido se prepara un capuccino deseando terminar con el sueño, escuchando el tecleteo del teléfono causado por su mujer ya desesperada. Los niños desesperados miran a través del agujero del plástico que tapa la ventana a aquel que debe llegar con el alivio en bolsas de farmacia. Se rompe la caja sobre la pared y mientras guarda aretes, reloj, sortija y collares en su bolsillo, escucha que el cerrojo se corre y a una voz aguardentosa pidiendo que espere. Al otro lado de la línea la mujer sabe que su receptor uniformado copio el mensaje. El policía cierra la libreta de apuntes, ordena se encienda el motor y asegura su calibre 22 en la guantera. Los pedazos de cristal desperdigados por el suelo obligan a que llame a la empleada mientras ve a su mujer aun más desesperada llorar sentada sobre la alfombra persa, pidiéndole que se calme. Se arrojan a la basura los primeros trozos de vidrio. El carpintero corta la tabla ya medida, y de vez en cuando sólo observa el espectáculo. Por el radio se anuncia a las patrullas lo sucedido, empezando la búsqueda para resarcir el daño al ministro. Los dolores musculares son más fuertes, la fiebre voló a los cuarenta y los niños angustiados lloran junto a la cama. El hombre gordo contempla el rostro del desesperado, paga lo que injustamente cree valga, tira el dinero sobre la mesa; y a él no le queda otra cosa más que recogerlo. El marido habla con el policía, diciéndole que su mujer esta ya dormida por el efecto del Diazepán. La farmacéutica de turno hace el llamado a su nombre poniendo la bolsa sobre el vidrio, corriendo él a recibirla, corriendo hacia la calle después, corriendo tratando de atravesar toreando los autos sobre la pista. Con todo el dolor y la fiebre les pide que se cuiden, que sean fuertes, y al mayor que proteja a sus hermanos y a su padre. Él corre mucho más rápido, más rápido. El llanto crece más, y la pequeña niña no quiere alejarse de la cama, se aferra a aquellas lívidas piernas; apoderándose ahora totalmente el dolor de la rustica habitación.

Texto agregado el 10-08-2006, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


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