Moviendo sus alas, cruzaba el mar celeste una diminuta mariposa efímera, celebrando sus quince minutos de vida, mientras que sus alas pintaban los rayos de sol con diferentes tonalidades de azul. Sabía que en veinticuatro horas su cuerpo yacería sin vida en alguna parte del asfalto citadino o en los bigotes de algún perro curioso, por lo que aprovechar al máximo el regalo de su existencia le era indispensable.
Justo cuando celebraba sus dos horas diecisiete minutos de vida, el insecto observó una gota perfecta de rocío y quedó prendado de su belleza. Con la cautela de todo enamorado comenzó su descenso hasta la hoja que sostenía a su amada. La gota de agua, impávida, lo observó posarse en la hoja sin mayor exclamación, mas que un ligero temblor provocado por el movimiento de la hoja al sentir el casi inexistente peso de la efímera, la cual pensaba a su vez que el temblor se debía a que la gota se había enamorado de los reflejos de sus alas.
Un hombre y una mujer se encontraban sentados en una banca del parque, sumidos en uno de esos largos silencios a los que tanto recurren los enamorados mientras están abrazados, donde ambos saben que cualquier palabra estaría de más. El hombre al ver al hermoso insecto sobre la hoja del árbol, se paró de la banca y cegado por la estupidez del amor, decidió hacerle un regalo a su amada.
La diminuta efímera, cegada por la estupidez del amor, no pudo escapar a los dedos toscos que la tomaban por las alas.
El hombre se sentó de nuevo en la banca y con un movimiento rápido cercenó ambas alas del cuerpo de la mariposa, dejando únicamente un diminuto tronco con antenitas que fue desechado al instante y tirado al pasto. Después, con un pequeño palillo que traía en el bolsillo, atravesó las alas y las colocó en el pelo de su amada, para luego recibir un apasionado beso por su regalo.
El cuerpo agonizante de la efímera que yacía en el pasto no sentía ya dolor alguno y únicamente contemplaba a la hoja, donde sabía que estaba una gota de agua que temblaba de amor por ella.
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