Ventura devoraba a dos carrillos un contundente sándwich de pavo y sus gruesas manos asían a duras penas el emparedado. Su apetito era voraz, incrementado ahora por la nefasta noticia que había recibido en su empleo. Hastiado de su flojera, su patrón lo había despedido esa misma tarde y él, un hombre rollizo de más de doscientos kilos, se había dedicado a manducárselo todo para pasar la pena. Ese todo había comprendido cuatro sándwiches de pernil, cinco de ave palta y cuatro de pavo, de los cuales, el que se engullía en esos momentos era el tercero. Para hacer más fácil la digestión, se había bebido cinco cervezas de litro y ahora se empinaba una botella de buen vino tinto.
Después de esas orgías devoradoras, el hombre caía en estado de trance y se quedaba tendido en su camastro reforzado hasta que su estómago le enviaba un alerta para demandarle nuevos alimentos. Entonces Ventura se levantaba a duras penas y se dirigía al primer restaurante que se apareciera delante suyo para que lo atendieran.
El escaso sueldo de Ventura se diluía en sándwiches de todo tipo y en varios cientos de centímetros cúbicos de licor y cerveza y como su apetito superaba todo lo visto, a los pocos días debía recurrir al fiado. Lamentablemente, ahora ya no podría cubrir las deudas contraídas en cuanto negocio expendiera alimentos, así que, con sus papilas degustativas activadas al máximo, entró en un restaurante y pidió que se le sirvieran diez sándwiches bien provisto de todo lo que estuviera a mano y una hilera de cervezas, más cinco botellas del mejor vino. A su manera, había decidido que esta sería su última cena ya que después de esto, ya nadie más le daría crédito.
Después de un par de horas, Ventura no paraba de engullir y en su mesa aguardaban los más variados platos que había solicitado para despedirse de sus orgías. Lo verdaderamente abrumador era que el apetito del fornido hombre no decaía nunca y –muy por el contrario- parecía acrecentarse más y más.
Cuando ya eran más de las doce de la noche, el hombre proseguía con su ritual de mandíbulas demoledoras y el dependiente cabeceaba en su mesón. Ventura, entonces, invitó al hombre a su mesa y como ya estaba bastante entonado, comenzó a contarle al dependiente sus desgracias y mientras empinaba el codo con el obeso y al calor de los tragos el dependiente le contó también sus cuitas.
Al fin de cuentas, Ventura supo que el hombre aquel había sido un alcohólico consuetudinario que había caído a las miasmas del descrédito y que de allí se había levantado para resurgir como un ave fénix con desvaído aroma a ron. Y le dijo que en esos momentos pasaba por grandes apreturas económicas y que lo único que lo salvaría sería un socio que lo ayudara a cubrir los ingentes gastos. Ventura entonces recordó que recibiría varios miles de pesos, producto de su desahucio y pensó que sería una buena terapia trabajar en un lugar en donde tuviera que poner a prueba su fuerza de voluntad.
Así lo hizo, se asoció con Grande, que así se llamaba el dependiente y desde entonces, codo a codo, un muy delgado Ventura y un cada vez más redimido Grande, sacaron adelante aquel humilde restaurante que desde entonces pasó a llamarse Grande Ventura. Acaso la misma que los había puesto en contacto…
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