Después de la nada
Antes de la nada, era el caos. Un tumulto de oscilaciones caóticas en las arenas de los desiertos y tormentas de olas descuajándose las unas a las otras en los mares. Los pocos terrenos aptos aún para vivir eran asolados por vientos calidos capaces de quemar la piel de un ser humano desnudo. La crisis de alimentos fue sucedida por la crisis de agua y finalmente la crisis de oxígeno. Cada respiro de oxígeno con un treinta por ciento de impurezas tenía el costo de 0,3 monedas de plata, llegando a ser la cuenta del mes de trescientas unidades de comercio. El mundo casi había olvidado lo que era la vida y definitivamente la había olvidado a la intemperie. Los refugios construidos hacia el año 2210 no permitían el menor contacto de los refugiados con el exterior. Eran verdaderos invernaderos herméticos del tamaño de una ciudad que permitía que la vida fuera soportable para los habitantes de la tierra. Sus paredes gigantes y transparentes traslucían un cielo lleno de nubes café-rojizas que no dejaban ya ver el sol, cuerpo celeste conocido sólo por libros previos al 2100. Incluso su inexistencia era una de las últimas hipótesis planteadas por las supercomputadoras encargadas de mantener el orden y funcionamiento de todo en el lugar. De hecho, el único trabajo apto para un ser humano era el mantenimiento de estas máquinas.
Antes de la nada, era la oscuridad. Los corazones humanos habían sido expuestos a tal cantidad de odio y narcóticos de moda que eran incapaces de generar cualquier sentimiento de bondad o espontaneidad. El cariño o las relaciones interpersonales no existían más que como peleas callejeras producidas por el mínimo roce de hombros, peleas que siempre dejaban un saldo de victimas fatales descomponiéndose en mitad de la calle hasta que alguna de las veintitrés especies de insectos o las siete de animales aún por extinguir las redujera a polvos y huesos. Lo habitual era ver hombres solitarios caminando por las calles rodeadas de edificios de hormigón y calles sucias de un gris único y omnipresente, como si el mismo verde se hubiese olvidado de ellos. Llegaban a sus hogares de espacios mínimos a hacer el amor con sus mujeres sin emitir sonido alguno y sin mirarse nunca. Nadie tenía amigos ni conocidos, al extremo que las palabras “hola” y “adiós” eran ya desconocidas en el vocablo.
Antes de la nada, era el odio. La comunicación entre refugios-ciudades consistía básicamente en conflictos políticos y declaraciones absurdas de guerras, hechas por mandatarios electos democráticamente cuyo poder era sólo figurado. Las leyes, costumbres y estructuras de funcionamiento ya estaban dictaminadas y el contacto físico entre las diferentes ciudades era imposible, evitando que los enfrentamientos bélicos, tantas veces anunciados, se concretasen. Asimismo existía otro tipo de mensajes: los de auxilio. Solía pasar que alguna placa de alguna pared externa de algún refugio se trisara por varios meses sostenidos de rocío de lluvia ácida y que sus mandatarios suplicaran por socorro. Nadie nunca respondía, más bien la población concurría de manera masiva a observar el espectáculo por la pantalla del centro, vitoreando el momento de colapso de la pared y de muerte agónica e inevitable producto del contacto con la atmósfera, que en menos de tres minutos acababa con toda la vida de la ciudad, ahora en ruinas.
Así era antes de la nada, el caos. Cuando en el quinto día del quinto mes del año 2384, Gea desató su ira, liberando la incontenible fuerza de la promesa hecha por los profetas del día del juicio final. Como en un sueño, se creó un torbellino gigante que absorbió todo cuanto la humanidad había creado y lo hizo colapsar en un centro, desde el cual lo redistribuyó por el mundo como materia prima en forma de lluvias estelares. El proceso fue un instante donde el mundo conoció al fin su devastador otoño, que dejó las arenas y las aguas en la más profunda soledad. Pero en el centro del ecuador, en uno de los valles formados por la reconstrucción del relieve, apareció una pequeña flor de pétalos blancos y centro dorado incandescente, como esperanza de vida que surge del fénix naciendo de sus cenizas. Ese fue el primer día después de la nada.
© David Sebastián
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