Filidor abrió sus brazos y derribó y destrozó todo lo que estaba a su alcance. Nada lo enardecía más que el sonido monocorde de alguna gotera. Cuando todo quedó hecho trizas, llamó por teléfono al plomero y éste arregló el desperfecto en un dos por tres.
Como el hombre vivía solo, nadie estaba obligado a escuchar la sarta de groserías que escapaban por su boca, pero esta vez si que debió recibirlas el trabajador cuando le dio a conocer sus honorarios. Los gritos del energúmeno estremecieron la habitación y la cosa llegó a tanto que el plomero tomó sus herramientas y antes de abandonar el departamento, le dijo con suave voz a Filidor: -No se preocupe señor. No le cobraré un centavo por la reparación. Pero, por favor, no me llame usted nunca más para requerir mis servicios.
-¡Claro que no lo haré! ¡Usted no es un gásfiter sino un asaltante! ¡Y salga de inmediato de aquí si no quiere que llame a la policía!
El plomero no hizo caso a estas palabras ya que comprendía que el pobre hombre era más bien un hombre enfermo que tarde o temprano pagaría las consecuencias de su temperamento.
Mucho rato hubo pasado antes que Filidor se diera cuenta que el plomero había olvidado su teléfono celular. Como todo lo enardecía, echó una serie de maldiciones, destrozó un par de cuadros de naturaleza muerta y después de esto se sentó a ver televisión. Pos supuesto que ningún programa le dejó satisfecho, por lo que pateó el mueble del televisor y éste, al estrellarse contra el muro hizo corto circuito, comenzando a incendiarse. Tan enfurecido estaba el hombre que perdió los estribos y procedió a destrozarlo todo, de tal forma que un enorme aparador fue a dar justo en donde se encontraba la puerta. Filidor, medio atontado por el humo, no cejaba en su mal genio y aunque ya se había desplomado al piso, continuaba con sus diatribas.
Las llamas lo rodearon y en esa instancia, Filidor comenzó a despotricar contra el demonio que, al parecer, vendría a buscarlo mucho antes que lo estipulado. Al borde de la asfixia, el pobre hombre sólo atinaba amover sus labios y era un hecho que moriría achicharrado.
Cuando Filidor abrió sus ojos creyó encontrarse con un ángel que lo miraba con atención. Pensó que, por un error de cálculo, alguien se había equivocado y en vez de enviarlo al infierno, lo había mandado al cielo.
-No, no se agite señor- escuchó que decía el ángel aquel y entonces supo que estaba en un hospital y que el querubín no era tal, sino una bella enfermera que auscultaba sus signos vitales. Lo que había sucedido era muy simple. El plomero, al darse cuenta que había olvidado su celular, regresó al departamento y al no recibir respuesta a sus llamados y al darse cuenta que un espeso humo se escapaba por las rendijas de la puerta, pidió ayuda y de inmediato llegaron los bomberos, quienes descerrajaron la puerta a duras penas y sacaron moribundo al iracundo de Filidor.
Al enterarse de esto, Filidor mandó llamar al plomero y muy emocionado, le dio las gracias y de paso le canceló el importe de la reparación del goteo. También se juramentó a no proferir más insultos ni mucho menos a dar rienda suelta a su instinto belicoso. La bella enfermera le guiñó un ojo y esa fue otra buena razón para firmar ese secreto armisticio…
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