Lucanor sabía que todas las mujeres que aparecieran ante sus ojos, serían sus víctimas propiciatorias. El no discriminaba ante su objetivo y le gustaban todas: rubias de aspecto nórdico y morenas que parecían haber nacido en pleno corazón de África, altas como jirafas y pequeñitas como tornillos de reloj, bellas a morirse o de una fealdad que haría huir a morir hasta al más valeroso de los cristianos. Todas, todas, sin excepción, caían rendidas ante él y el hombre, que tampoco era ninguna maravilla, se solazaba con ellas, las engatusaba y empleaba diversas estrategias para conseguir sus objetivos.
La escena final siempre era la misma, Lucanor fumando relajadamente un cigarrillo y su acompañante de turno vistiéndose de prisa. El historial amoroso del hombre era tan nutrido que si éste se hubiese traducido en páginas, habría superado con largueza la vastedad de la mismísima Biblia.
El hombre era un verdadero semental siempre dispuesto a embarcarse en alguna aventura amatoria y pobre de la fémina que se apareciera en su horizonte porque era la víctima propiciatoria que saciaría sólo por algunos instantes esa fogosidad gigantesca que apenas cabía en el cuerpo menudo de Lucanor.
Hasta que apareció Francisca, una mujer menudita, de poco atractivo pero con un desplante suficiente como para conducir un ejército de mercenarios. Pancha, como se hacía llamar, miró a Lucanor de pies a cabeza y desde la cabeza descendió de nuevo a sus pies y haciendo un gesto de descontento.
-¿Así que tu eres el conquistador?- preguntó con su voz de contralto.
-El mismo que viste y calza- respondió canchero el tipo y sacando un cigarrillo de su oreja, lo encendió con gesto parsimonioso.
-He sabido de ti- dijo Pancha –y quiero saber si es verdad todo lo que se cuenta de tus dotes.
-Pues nada más que tenemos que probar. Elige tú las armas.
La mujer decidió que se encerrarían en una pequeña pieza del hotel más modesto que hubiera y la rentaron por tiempo indefinido.
Cinco meses más tarde, apareció Francisca, seguida de un pellejo de hombre, que parecía pedir piedad a través de sus ojos hundidos.
-Nada temas, querido. Es preciso que nos alimentemos para proseguir con lo nuestro. Ahora me iré a retocar un poco el peinado y el maquillaje y después pediremos que nos sirvan la cena.
Nunca nadie supo más de Lucanor aunque algunas malas lenguas dicen que lo vieron remando mar adentro, con una cara de espanto indescriptible…
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