Sobre la Av. San Martín al 300, allá en mi viejo querido pueblo, tenía su taller mecánico el “Vasco” Arriaga. Veinte metros de frente por casi sesenta de fondo eran una verdadera exageración de espacio para un parque automotor tan pequeño como el nuestro.
Apenas algún que otro auto se veían en el fondo del galpón, un par de ellos ya abandonados y al "Vasco" afinando el motor de su Torino, siempre esperanzado en competir en alguna carrera zonal. Sus manos, permanentemente engrasadas, tomaban las galletitas con las puntas de los dedos más limpios y cebaban sus propios mates.
Recibía pocas visitas, ocasionalmente Delia, su mujer recorría las cuatro cuadras desde su casa para entrar un ratito cuando hacia los mandados.
La historia de un hecho delictivo, más precisamente una estafa en Buenos Aires, con algunos años de cárcel, alejaron al “Vasco” de la vida social del pueblo.
Solamente nosotros, un grupo de jóvenes fanáticos de los autos y el rugir de los motores, observábamos desde la vereda de enfrente sus movimientos y pretendíamos su amistad. Nos gustaba verlo salir del taller con el Torino. Para disfrute nuestro, le pegaba algunas aceleradas, nos sonreía y picaba por la avenida, dejándonos el sonido incomparable de los motores de competición. A veces nos permitía que alguno de nosotros lo acompañemos hasta la casa. Y a pesar de ser tan solo cuatro cuadras nos colocarnos el cinturón y el casco, para sentirnos sus acompañantes en una carrera.
Un día, comenzamos a ver la construcción de un local en el frente del galpón. Luego la instalación de un cartel “FARMACIA DR. GRIMALDI”. Poco después también conocimos al farmacéutico. Era un tipo de Buenos Aires, muy elegante y simpático. Rápidamente los vimos hacerse amigos. Solían matear y hacerse compañía en los ratos libres. Cuando el doctor no tenía clientes, curioseaba en el taller y así termino aprendiendo que era una bujía, un carburador o una viela. Hasta lo vimos sacar una tapa de cilindros.
También el "Vasco" irrumpía en la farmacia en sus momentos libres. Allí aprendió sobre diuréticos, betabloqueantes y corticoides. Pero fundamentalmente, debía quedarse a cargo, cuando el Dr. Grimaldi, luego de guiñarle un ojo, salía a tomarle la presión, a las mujeres más bellas del pueblo. Cosa extraña, pero de pronto casi todas eran hipertensas.
Había que verlo al “Vasco”, vestido de mecánico, atendiendo pacientemente la farmacia, tratando de leer las recetas de los médicos o buscando pastillas de carbón, gasas o jarabes. Y fue precisamente en esta circunstancia e imprevistamente, que un día llego un hermosa mujer. Estaciono el auto en el taller para luego presentarse como la señora del Dr. Grimaldi, viniendo a visitarlo.
“El Vasco”, intuyendo algún quilombo y procurando evitarlo, le pidió que se quedara mientras salía a buscarlo. Le bastaron solamente cuatro cuadras para descubrir a quien el doctor, le tomaba tan seguido la presión.
Suponemos que en el regreso, el Torino rugío como nunca. Entro derrapando y lo estaciono en el fondo del taller junto al auto de la visitante, a la cual, sin mediar palabra, le midió el aceite dos veces.
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