Cuando el ascensor se detuvo toqué impacientemente el botón de la Planta Baja. También el que tiene las flechitas para que se abran las puertas. Deslicé mi dedo como por las teclas de un piano por la botonera fría y metálica de botones sin espesor. No entiendo como hacen esta clase de artefactos que uno no puede sentir la presión que hace sobre el botón. Estoy muy apurado. Apuradísimo. Necesito salir inmediatamente de este espacio reducido, donde no entran más que cuatro o cinco personas, detenido en las alturas que es como una cápsula donde el tiempo deja de existir para llevarnos hacia lugares a los que ni siquiera sabríamos cómo llegar si no fuera por estos aparatos que cuelgan de sogas como lianas en la selva.
La impaciencia que me generaba irme tan tarde de la oficina, sumado a los 22 pisos que faltaban, hacían que mi desesperación comenzara a intentar remover las placas metálicas que recubren su interior insertando mis dedos entre las ranuras. Mientras me impulsaba con todo el cuerpo sentí que mis manos se atascaban en un lugar donde no veía mis dedos, pero si podía intuir de donde provenía el calor que crecía en mis yemas. De un tirón violento pude sacar una de mis manos dejando cuatro de mis dedos, quizás como alimento de esta máquina infernal de metal que no sé que pretendía hacer con mi persona. Me enfurecí y comencé a patear las paredes que parecían no tener la más mínima intención de doblarse. Mi ira respondía con patadas cada vez más fuertes y reiteradas. Mi respiración se agitaba y jadeaba como un cerdo cuando le cortan la yugular. Esos zapatos caros se resquebrajaban, el vendedor decía que el cuero era indestructible, pero, como en todo, te mienten. La punta desecha ya no protegía mis pies, ni mis uñas, ni mis dedos ni mis huesos que sonaban como si mi piel fuese un bolsa que los recubría. El dolor era tan intenso que casi ni lo sentía. Intensifiqué mis golpes con las rodillas que desgarraban la fina tela del traje que tanto había mirado en aquella vidriera. Seguía golpeando con más fuerza, hasta que ya no sabía si lo que se deshilachaba era la tela o la piel que se gastaba y dejaba ver la cabeza redonda de mis huesos blancos.
Este maldito artefacto, electrodoméstico edilicio, quería demostrarme que podía más que yo. Pero no estaba dispuesto a rendirme. Como si quisiera caminar en horizontal por las paredes, puse mis pies deshechos alrededor de mi mano atascada y flexioné mis rodillas con sus rótulas expuestas para impulsarme. El tirón provocó la separación de mi brazo del antebrazo, que quedó colgando de esa pared gris que me reflejaba exhausto, tirado en el piso. Al intentar pararme mis piernas se doblaban, no tenía estabilidad y mis rodillas se partían como ramas secas. Con mi única mano que conservaba mi único dedo, el pulgar, nuevamente ataqué a la botonera que encendía todas sus lucecitas alocadamente. La presión se convirtió en golpes que doblaban mi dedo hacia atrás y clavaban la falange en la superficie más blanda que encontraba. Por el agujero podía ver los cables anidados ahí detrás y que al tocarse chispeaban desafiantes. El cosquilleo que sentía en la mano avanzó por mi cuerpo y me recorría, se paseaba por mi hombro, mi barriga, mis genitales. Lo sentí subir por mi estómago, mis pulmones y hasta el centro de mi corazón donde finalmente me sacó de ese inmundo lugar. Por fin, ya no estoy más encerrado ahí. |