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Y un día te marchaste. Cambiaste los campos destilados de verdor por el cemento grisáceo e impúdico, Daniel. Te amarraste los pasadores, fuerte. Aquella tarde lánguida, estrenabas los zapatos de charol –cómo no recordarlo– y el alma de marfil. Estabas orgulloso de la joya que tenías en la solapa, de tu reloj de plata con manecillas de oro, un legado de Gumercindo, tu abuelo, el abuelo de todos. Cuántos regalos te hizo aquel pobre viejo que solo vivía para ti. Sus labios mustios dibujaban tu nombre, Daniel, en cada parloteo que enganchaba con algún ocasional amigote. Y les hablaba de ti, charlas intensas. Y tú el sujeto –nunca tácito–, el sustantivo, el pronombre. Horas de horas. Solo tú. Daniel. Será grande, será fuerte como un roble. Inconmensurable. Nada de neurodegeneración. Qué va. Ni siquiera un atisbo de desmemoria se avizora en su horizonte.

El primer diagnóstico: coeficiente intelectual superior.

Te delataba tu mirada inquisidora, tus balbuceos coherentes, tus puños aún cerrados que parecían defender una causa. Será presidente. ¡Presidente! Presidente. Y esa noche Gumercindo durmió tranquilo, sintió el alivio de una ventisca que resoplaba desde años venideros. El desconsuelo ahogado en alcohol, ante la ausencia de sus seres entrañables: de su querida Yolanda, la de las trenzas largas y estrepitosamente castañas, aquella –aquejada por males– que decidió morirse por precaución, pues para qué tanto sufrimiento; de su adorado Diego, su único hijo, a quien la vida se lo llevó de encuentro (a pasos acelerados se fue sumergiendo en un túnel de delirios hasta que no encontró la salida). Pero desde su oscuridad Diego lanzó a Daniel. Y Gumercindo lo rescató en sus brazos. En sus ojos. En sus sueños.

Sí que estás grande Daniel. Y tus pensamientos cada vez más pequeños. Estrechos. El brillo del charol en tus zapatos se ha terminado por borrar. Estás desesperado. Esos armatostes de cemento te marean, te arrebatan los sentidos. Te hacen vomitar lo mejor y lo peor de ti en sutil combinación. Es el día número 363 y no has visto asomarse el arco iris. Estás solo. Estás solo. Esa jungla en la que te has alojado te está aniquilando. Masticas la saliva con desprecio. Tres días llevas sin comer. Esta ciudad de mierda me va a matar, gritas. Lo admites. Y ya no piensas en eso, Daniel. Ya no.

Las marchas de protesta te sorprenden en las calles. Hay muchos otros como tú. Lo ves. Lo sufres. Te unes a ellos. Tienes más de una razón para quejarte. Abajo los ladrones, que edifican sus castillos con el dinero del pueblo: ¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo!… Si no hay solución, la huelga continúa. Y tú sigues aquella procesión con un agujero en el estómago y otros tantos en los bolsillos, pensando en aquel castillo, ya no importa con el dinero de quien sea. Vendiste tu reloj de plata esta mañana. Vendiste el último recuerdo que te quedaba de Gumercindo. Y ahora ves la hora en la torre gris con campanario, como todo hombre de la calle. Lees un rato un viejo periódico sentado en la banca plantada en la vereda. Te asfixias con el monóxido de los carros. Cantas. Cantas. Cantas. No de alegría, es tu forma de ganarte la vida. Tu manera de obtener un centavo para la áspera tarde. Y ojalá alcanzara para aplacar tus rugosas noches, con el cuerpo estrellado contra los raídos cartones, Daniel. Ojalá.

¿Gumercindo? No existe más, en tu mente. Estás tú, pugnando por sobrevivir. Solo tú. Daniel. Y la ciudad. Magnífica. Aplastante. También la ciudad.

¿Qué fue? Daniel. Solo un paréntesis. Tanto dolor. Un paréntesis.

El semáforo en rojo. El semáforo en ámbar. El semáforo en verde, casi nunca. Las puertas cerradas, con candados, con cadenas. Las puertas a medio cerrar. Jamás abiertas. Parafasias semánticas. Alteración de la fluidez verbal. Dificultades de procesamiento visual. Tus conexiones con el córtex dorso-lateral-frontal comenzando a atrofiarse. Neurodegeneración. Eso que empieza. Eso que avanza. Eso que te carcome.

Un séquito de partidarios ha venido a ofrecerte su respaldo, Daniel. Te besan las manos. Te adulan. Te proclaman. Eres tú quien va sobre aquella alfombra extendida para tu alta investidura. Los zapatos de charol, tu reloj incrustado con diamantes. Gracias. Gracias. Gracias. Por creer en mí. Por encomendarme sus máximos sueños. No los defraudaré. Ha sucedido: el arco iris –azuzado por el flash de las cámaras fotográficas— dibuja un nuevo horizonte. Las llaves. El ámbar, el verde. ¡El verde! Afuera, las marchas de protesta eternas. Ya no te importa unirte a ellas, Daniel. Ya no.

Esta noche Gumercindo no ha dejado de hablar de ti. Te ha encumbrado. Daniel, su único nieto. Se hizo hombre solo. Presidente, presidente. Un día te marchaste a la ciudad con un cúmulo de sueños y jamás volviste por él, por nadie. Es mi nieto, mi nieto querido. Sangre de mi sangre. Danielito. Y allá vas. Tus puños se abrieron –era necesario agitar las manos mientras prometías– y dejaron ir sus causas. Conservas la mirada inquisidora que hoy hace guiños para agradar y cobrar más adeptos. De eso se trata Daniel, repites en tu desmemoria. Ahora solo piensas en el gran castillo que edificarás.


Sacado del baúl: Lima, Perú. 2003

Texto agregado el 07-08-2006, y leído por 291 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
12-08-2006 dejame felicitarte dos veces... una, por la enorme capacidad literaria y tus formas de llevar al lector, y dos, por lo linda que eres..(fue tu foto que me cautivó).. nos vemos .... nicasso
 
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