SOLDADO
El soldado apretaba contra su pecho el fusil. Su mochila se apoyaba a la altura de las rodillas esperando ser izada hasta el lugar previsto.
Fuera de la lancha de desembarco sólo un infierno de ruido, fuego y olor. Olor ardiente impregnando el aire castigado.
Las voces de los mandos gritando consignas y dando las últimas órdenes apenas se oían. El miedo colectivo cauterizaba los sentidos. El oído se resistía a escuchar algo distinto a los propios latidos. Los ojos apenas distinguían más allá de las picantes perlas de sudor, o quizás de lágrimas.
Dentro del soldado sólo se oían los gritos de su pensamiento. Pensamiento atropellado, pensamiento circular, que intentaba describir, sin conseguirlo, una situación indescriptible. Ideas que luchaban por ponerse en orden buscando un punto de apoyo que le permitiera empezar a hilvanar la madeja de sentimientos que le empezaban a devorar el alma.
El soldado lloraba, por dentro, quizá por fuera, entre gotas de sudor. La tensión apretaba con un ritmo creciente en fuerza y frecuencia cada uno de sus músculos. Los apretaba. ¿Qué forma tendría?. Quizá como un puño. Un puño duro que obligaba a los haces de carne a adoptar una postura, en cuclillas, esperando ser proyectado hacia fuera frente a aquellas costas, frente a aquellos otros haces de carne, apretados, que también intentaban hilvanar madejas de sentimientos con la lana del miedo, del dolor, del olor a muerte.
Lejos muy lejos, o quizá dentro, muy dentro, resonaban pensamientos aprisionados. Hogar, paz, convivencia. Palabras rotas, miradas heridas, palabras hirientes, mirar hiriente, ataque y muerte ordenado por unos cuántos a los que apenas recordaba pero que intuía que no estaban junto a él en aquella lancha.
Calor, ternura, amor e ilusión. Palabras que el soldado intentaba alcanzar como cuando era niño e intentaba acercarse a la tableta de chocolate escondida por su madre para dosificar sus apremios infantiles.
En la lancha nadie dosificaba su miedo, sus sentimientos. Estos surgían de todas partes gritando por escapar de su encierro. Otros soldados, cogidos a otros fusiles, o quizá el fusil los cogía a ellos, apretaban, en cuclillas, sus mochilas contra las rodillas. Otros soldados buscando otros pensamientos con olor a chocolate, o quizá a mermelada, a miel, o quizá sin olor, solo cariñosos, tiernos, daba igual mientras fueran más cálidos que el tacto del fusil que atenazaban, o que les atenazaba a ellos.
Durante unos segundos, la lancha se acercaba a la playa, más rápida, más muerta, al soldado le volvió el olor a chocolate.
Y con el olor a chocolate y como habiendo encontrado una inesperada rendija a través del frío casco de acero, empezaron a desperezarse pensamientos narcotizados. Estuvo jugando alrededor de su casco el chocolate, pero durante poco tiempo porque rápidamente el olor a la piel de su esposa y de su hija se fueron sucediendo. Olores distintos en el tiempo, olores iguales en la distancia, olores iguales a los de otros. Cada olor parecía apresurarse a buscar sus sentidos y apartando con firmeza a los pensamientos de dolor y muerte se pusieron a susurrar, o a repetir, susurros olvidados al oído castigado. Tal era la fuerza que emanaban, que los pensamientos de pena, dolor y muerte se diluyeron rápidamente y otros olores y sonidos olvidados afloraron desde dentro a impedir que volvieran. Allí estaba el olor de madre, de padre y de hermanos. Olores sentidos en abrazos, en juegos, olores de risa. También se acercó el olor a chaqueta de padre, olor de niñez de soldado, si alguna vez la hubo, y quizá si la había cuando el soldado subía hasta los hombros de su padre, hasta aquel punto en el que ahora él debía colgar su mochila, sus armas, sus dosis de muerte.
Jugueteó con el soldado el olor a madre, olor a pan, a colegio a sencillas heridas en sus rodillas, heridas cuidadas y madre joven llorosa por no saber si la cura aliviaba. Heridas de entonces curadas que esperaban a otras que la madre no podría curar. Pensamientos centrados en manos apretadas en la despedida, en lágrimas resbalando por un rostro dolido.
Olores y pensamientos de mujer e hija se solapaban. Misma carne, misma alma se diría, dos vidas, dos mundos confluyendo con sus olores y pensamientos a través del frío acero del casco de combate. No podía este contener aquellos pensamientos. Aquellos olores salían disparados hacia el exterior, una vez batidos los muros del narcótico, y volvían a sumergirse a través del casco en las entrañas del soldado, agarrándose a su alma asustada.
Inocencia de niño, tensión de mujer. El soldado recordaba y al recordar lloraba. Y al recordar vivía, entre las brumas del día que peleaba en aquel mundo que no quería verle nacer. Juegos infantiles de su hija... papá peinado, papá caballo o papá gigante, papá dormido, niña dormida, despedida entre risas, inocencia, papá vuelve pronto. ¿Dónde vas papá?
Soldado abrazando a su mujer, soldado atenazando un fusil. Nadie le abrazaba mientras la lancha embestía las olas que frenaban su avance.
Los pensamientos sobre su mujer seguían entrando, junto a los olores, forzamos uerza a través del casco y de su guerrera. Esta, rendida, no ofrecía resistencia a los fragmentos de vida, que entraban por todas partes, y dentro, muy dentro del soldado le hacían temblar de miedo por fuera, de emoción por dentro.
Manos entrecruzadas, miradas cargadas de ilusión, olor a amaneceres comunes, futuro, esperanza, lejos del día ahora vivido, o ya muerto. Sol que se levanta sin miedo, nubes que se apartan y tenue luz que no puede envolver.
No había apenas luz. El sol no quería alumbrar, no todavía. El mar seguía resistiéndose, el ruido se volvía atronador. Las ordenes eran gritadas, nadie las oía. Otros soldados atravesados por otros pensamientos, con sus almas consoladas, mantenían la mirada fija en su fusil. Se levantaban y empezaban a colocarse las mochilas en el mismo lugar en el que ellos alguna vez se habían colocado sobre sus padres.
Rostros serios, alguna broma muerta, órdenes volando entre los cascos sin fuerza para atravesar el muro que protegía la vida. Los pensamientos a mujer, hija, madre impedían otra comprensión que no fuera la del pasado. Un pasado cercano y lejano a la vez. Un pasado que solo volvía triste la distancia.
Las olas habían sido vencidas y ahora las órdenes de los mandos, ahora vencedoras, obligaban a volver al fondo de las almas a los pensamientos y olores. La mirada del soldado se fijó en la rampa de la lancha de desembarco. Rampa, que haría de puerta, a la vida, a la muerte, o a la vida en muerte. Rampa que ahora vertical en forma de muro dosificaba la vida, obligaba a los pensamientos a mantenerse junto al alma, esperando que el narcótico dejase otro resquicio por donde atravesar el casco.
Soldado preparado, gritos alrededor, poco aire, cargado de olores, de muerte, de dolor de pensamientos gritando, agarrados a almas casi inertes.
Ruido de ametralladoras, silbido de proyectiles pasando sobre cascos para romper las almas, para reemplazar olores y pensamientos de los hombres por la misma y tenebrosa mezcla que allí se percibía.
El soldado sabía que en otro idioma, con niños de otro color, o de otra raza, los pensamientos y olores de los otros hombres eran los mismos y también luchaban contra los olores de aquel amanecer y los pensamientos de aquellos, los otros, los de mirada herida, los de mirada hiriente que los habían enviado a aquella playa.
Rampa bajando, apretones, carreras, gritos de heridos, gritos de pensamientos agarrados al alma de los muertos. Agua fría hasta las rodillas. Apenas tiempo de mojarse y el agua se mezcla con sangre. Pasos vacilantes hasta la orilla. El fusil ya perdido. Vacío el lugar de su esposa, pecho ofrecido, la mochila con su peso, de golpe aumentado encorvando la espalda. Dolor.
Junto a un obstáculo en forma de equis algo de paz. Pensamientos y olores vuelven a salir al exterior. Roto el sello del casco. Sanitario que se acerca y tapona la brecha junto al corazón. Pensamientos y olores del sanitario que salen rápidamente de él y estrechan a los del soldado en un abrazo. Pensamientos que lloran y se agarran fuerte, muy fuerte al alma. Cuerpo que ya no aferra el fusil, o quizá ya no es aferrado.
Sueño, frío, miedo, pensamientos que vuelven, pelo de mujer, sonrisa de hija y niño apoyando su carita en la chaqueta del padre. Pecho por el que salen los pensamientos, tumefacto y abierto por el que quiere escapar el alma, llevándose asidos, agarrados, a olores y pensamientos.
Los pensamientos agarrados al alma buscaron su casa, tardaron poco. No tuvieron dificultades para entrar hasta el alma de su mujer. Su alma estaba abierta como quedan abiertas las almas durante el sueño, esperando. Apenas la despertaron, entraron suavemente y se abrazaron al alma de ella. Rápidamente se fundieron los pensamientos, se abrazaron y permanecieron quietos mirándose. No quisieron entrar aún en su hija. Esperarían a que la madre les diera permiso y entrarían despacio, y de la mano de los pensamientos de la madre para educar y hacer fuertes a los aún débiles pensamientos de la hija. Los harían fuertes y seguros para que nunca los pensamientos heridos o las miradas hirientes de otros les hicieran asir un fusil, o ser asidos.
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