¡Que extraños somos los seres humanos! Tratamos de adherirnos a causas perdidas, pregonamos la inmortalidad en circunstancias que estamos fabricados por la materia más perecible que pueda existir, nos creemos dueños del universo cuando en realidad somos simples arrendatarios de una diminuta parcela, los que estamos locos como una cabra, escribimos desaforados cuanta tontera se nos viene a la cabeza, pero si estas ocurrencias las verbalizáramos, nos tendrían bajo siete llaves y con una camisa de fuerza reforzada para que no se nos ocurriera andar por allí propalando estupideces.
A propósito de nada, está el que gusta de asistir a los velatorios para humanizarse un poco, poner cara de aflicción mientras se repite esa verdad filosófica de Perogrullo: -No somos nada, no somos nada.
Todos deseamos ser queridos, amados, apreciados y ensalzados. ¿A quien no le gustaría poder ser testigo de su propio funeral y contemplar por alguna rendija del féretro a esa marea humana que concurre llorosa para profesarle su póstuma adoración?
He sabido de alguien que escribió un sentido epitafio para una persona que fue su amigo durante muchos años. Pues bien, este orador preparó el más elocuente de los discursos y la gente se arremolinó junto a él para escuchar de su boca esa verdadera estocada al corazón. Bastaron unas pocas palabras para que la gente llorara a mares, hubiera desmayos por doquier y varios necesitaron ser atendidos por un desajuste en su organismo a causa de tan grande emoción. Cuando el orador elevaba su voz, desgranándose las más desgarradoras frases de reconocimiento, se sintieron unos fuertes golpes en el féretro. El orador quiso hacer oídos sordos y continuar con su discurso, pero los golpes continuaron. El hombre carraspeó algo intranquilo pero prosiguió con su perorata. Los golpes se hicieron entonces tan evidentes que alguien gritó: -¡Está vivo! ¡Está vivo! Y bastó eso para que un par de decididos se abalanzara sobre el cajón y después de un breve forcejeo, la tapa fue abierta y para espanto de todos, el finado, que no lo era, apareció con su rostro amoratado, balbuceando incoherencias. Era muy difícil adivinar el malestar del orador al ver interrumpida su obra maestra cuando esta alcanzaba niveles épicos de virtuosismo. Retirado de la inusual escena, aguardó que se decantaran las cosas y mientras tanto, ya elaboraba un discurso de bienvenida para el amigo resucitado. Pero el pobre infeliz ya estaba muy dañado y pese a todos los intentos que se hicieron para reanimarlo, puso sus ojos en blanco y expiró, ahora si que para siempre. Entonces el orador ordenó que se tapase el féretro y retomando la palabra, terminó con su luctuoso discurso para satisfacción suya y de todos los presentes que gozaron hasta las lágrimas con tan bellas palabras. No somos nada, no somos nada…
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