El sonido fue como el de un latigazo, pero en lugar de utilizar un cuero imaginable, este latigazo pareció haber sido de uno con agua. Como un gran chorro tirado contra la espalda de alguien. Como un sometimiento, con lucha previa. Dos fuerzas: una que expulsa y la otra que se rinde, que se va, pero ¿a dónde?
Fui a parar con el terror recibido al fondo del pasadizo, a la mini sala de distribución. La computadora se mantenía encendida. Las luces del dormitorio de mi madre y el mío también. En el sillón se desordenaba mi maletín abierto con algunas cosas dispersas a su lado. El baño estaba cerrado. Felizmente esta vez su chapa no chocó contra la pared para cerrarse sola con seguro desde adentro. En la cocina bajé la palanca del bidón de gas, y también la de la terma. Revisé que las hornillas se encontraran con las manijas en apagado. Tomé un vaso del lavabo, abrí el repostero de encima y lo acomodé entre los platos. Sentí frío. El hilo de viento que entró por la cocina apenas pudo agitar algunos de los helechitos artificiales del arreglo colgado en la pared, al lado de la puerta por la que se ingresa al comedor de diario. Apagué la luz. Y sentí nuevamente el frío. Me senté de nuevo a la mesa. Revisé el resumen. Me escalofrié. Una helada que me obligaba a sentirme indefenso, de espaldas a los sillones de la sala, a las tres velas hechas con canelas adornadas encima de la mesa de centro, la lechuza de cristal de un lado de ellas y el elefante de cristal al otro extremo. Los cojines acomodados, sin el recuerdo respectivo, en forma de pirámide, uno apoyado en otro a la vez. Cerré la enciclopedia sin mirar el libro y giré con presteza hacía el arreglo de mesa. Recordé la copa con agua con la que las regué el otro día. Mi cuello estaba casi húmedo. Me remangué. Me paré. Y di con la primera canción de Jeannette en el mini estéreo. El latigazo parecía seguir retumbando a pesar de acompañar con la letra inicial. La sorpresa mientras resumía, allí sentado con todo aquello atrás y sólo concentrado en mi trabajo pareció cambiar en un fugaz momento el destino de la noche. Me recosté al extremo izquierdo del sillón largo, colocado contra la pared, y con un espejo colgado de un clavo en ella. Toqué el borde de su marco con mis yemas intentando poder verme, con la nuca apoyada en la cabecera del sillón. Nada más tarareaba. Debía terminar el resumen y redactar con algunos datos el artículo de Fidel. También condensar el pronunciamiento de las mesas de concertación política de Ayacucho en una sola nota de segundo nivel de nacionales. Además escribir un perfil de la revolución y preparar la mochila para el viaje a Pachacámac en la mañana siguiente. Eran las dos de la mañana. Quedé en la noche pasada con Fernando para llamarlo a las cinco y salir a la misma hora con el fin de encontrarnos en la plaza de Pachacámac. Debía trabajar. Pero tenía mucho frío. Y no podía moverme. Jeannette cantaba y a mí el ruido no dejaba de sisear en la cabeza.
Era un león de manada que reniega contra la familia presente en su discurso de repudio. Todos me miraban. Les dije que nada de lo que hacíamos valía la pena, porque el producto era muy malo. Tanto pesimista como asustado seguía yo allí recostado y dormido. El brillo de mis ojos sobre ojeras se iluminó cuando al abrirse rebotaron sobre la puerta del aparador abierta. Vaya a saber que además del ruido cuanto produjo esto en mí. El prisma multicolor reverberaba sobre la mesa de vidrio, en la hoja de resumen y en el agua del florero de donde me sentía observado por sus flores artificiales. Desmayé.
Desperté con el si te vas de Jeannette, la canción a media asta. Parpadeaba con lentitud. Muy difícil recontar el tiempo que permanecían los párpados cerrados. Ya mis pestañas se pasmaron cuando, sin advertir el cambio, escuchaba un día es un día y no quiero volver a casa tan pronto… Siempre soñé que él regresaba, propiamente un sueño, no un anhelo, yo habría muerto del delirio de imposibilidad de ser así. El murió hace seis años. Sentí como la canción en la memoria a mis manos como a pétalos y mi cuerpo un quebrado tallo, sumiso a esta comunicación impertérrita, sobrenatural. Y sentí un palmazo en el estómago. Desperté a mis irises, se iluminaron con el amarillo de los cuatro focos de la sala y el individuo, no él, otro, se retiraba de la habitación con dirección al pasadizo de donde provino el latigazo, para ello cerró la puerta del aparador para poder pasar. De espaldas vestía con un polo negro, igual que sus pantalones sujetos con una correa de perchas plateadas en forma de púas, el hombre era calvo, estatura promedio, ni muy delgado ni fornido, brazos fuertes, el estómago me dolió. Sólo pude cerrar mis ojos con las lágrimas de la estupefacción y el desequilibrio más agónico. Mi cuerpo ya no era un tallo, sino una flor seca casi rota. Pero desperté y me hallaba en la misma escena, no parecía haber huella de mi único movimiento de boca al gruñir inmediatamente después de recibir el palmazo en el estómago, pero el aparador sí juntaba en una sola línea los vértices de sus dos puertas. Me eché a llorar como el más malcriado de todos los niños. Y por fin pude dormir sin despertar de a ratos en un mismo sueño. Salí a las cinco como quedé con Fernando. Antes apagué todas las luces de la casa que quedaron encendidas durante la madrugada, de los dormitorios, de la mini sala de distribución, del pasadizo, del baño, de la cocina, pero cuando quise apagar la de la sala principal, di cuenta que no hubo momento en mi memoria que hiciera presente el recuerdo de haber prendido la del comedor donde trabajaba en el resumen, y la puerta del aparador la encontré abierta de nuevo, el prisma sobre el agua del florero de las flores artificiales y los cojines del sillón acomodados en pirámide uno detrás de otro. Salí corriendo.
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