Vida Propia
Solía viajar seguido, y la sensación de recorrer calles, puentes grises, de esos con postes de luz que funcionan cuando se les da la gana y locales con luces bastante parisinas me había convertido en un errante absoluto.
En esos tiempos, era divertido caminar. Echarse a andar por horas y horas, en días donde el sol no dejaba arrancar y el cuerpo se doblegaba, se rendía ante el sudor, ante una sombra pequeña que cobijara. O en días donde el viento corría tan fuerte que te aferrabas a el abrigo que te parecía ver como tu abuelo intentando protegerte en casa y mirar por la ventana como el viento se lleva todo; memorias, hojas, polvo, juventud.
El penúltimo viaje fue breve. Volver desde Ámsterdam, después de haber vivido en hoteles, comido en hosterías y descansado en plazas públicas, debía ser un catalizador para mi inestable y semi ambulante vida.
Los aeropuertos tienen una extraña vida propia, como si desde el momento en que te bajas del avión, una fuerza te succiona y todo es nuevo, todos andan rápido y nada está sin etiquetar. Como el tiempo después de mis episodios alejados se estancó, un almuerzo en aquel lugar se veía previsible. Elegí al azar, y dispuse a comer sin apuros ni preocupaciones una promoción que agrandé por quinientos pesos. A mi alrededor, cuatro personas. Una pareja que al parecer lleva poco tiempo junta, o está en su aniversario por lo cariñosos que se ven, una joven que busca algo en su cartera y un joven con bolso de acampar y una mochila pequeña.
La joven se me acerca y me pide fuego, ya que al parecer, su encendedor decidió viajar de su cartera. Tenía la mirada nerviosa, como si esperara a alguien y el vuelo se hubiera retrasado sin su consentimiento. Procedí a buscar en mi bolsillo y se lo entregué. Alteradamente logró encenderlo, para estirar su mano y mirarme un poco más respuesta, y con una cara que estimulaba a ser invitada a sentarse. Le pregunté si esperaba a alguien y si se quería sentar un rato. Accedió, y me regaló por fin una sonrisa. No esperaba a nadie, su vuelo había sido retrasado. Viajaba a Madrid, a estudiar artes, después de haber terminado lenguas en Chile. La conversación fue amena, distendida, despreocupada, como si de viejos amigos se tratara, como si un aeropuerto fuera un país propio y nunca hubiéramos salido a ninguna parte. Intercambiamos miradas peligrosas, sonrisas culpables e invitaciones comprometedoras.
La atracción fue demasiado inmediata, sin lugar a segundas observaciones. Ella con su arte y yo con mi tiempo, fuimos creando un próximo encuentro casi seguro, en el que ciertamente la sensualidad de su cuerpo y la sencillez de mi existir convergían hacia un destino en común que parecía escrito desde antes por el aeropuerto. Porque el aeropuerto junta vidas, las separa, las retuerce con la fuerza de los motores y con la candidez de la voz que te señala por cuál puerta debes irte. Pero el mundo aparte que es ese enjambre de lenguas, de comidas, de bolsos y de rapidez es único. Una vez fuera de él, la realidad vuelve a maniobrar.
Caminé por la ribera del Mapocho, en un puente gris con postes de luz que no funcionan y un río que se lleva los arrepentimientos de una ciudad que pareciera que no duerme pero que en realidad no ha despertado, y decidí abandonar mi vida vagabunda y volver a la realidad de aquella nueva Babilonia. Sentado en mi lugar favorito, espero que la sencilla voz de la señorita anuncie el próximo vuelo a Madrid. |