Sabíamos que esa tarde nos visitaría el tío Samuel. También sabíamos que vendría acompañado de la tía Isabel, su esposa. Lo peor de todo: nuestra madre nos había recomendado que no fuéramos a hacer preguntas indiscretas cuando llegara y que actuáramos de la forma más natural posible. Ante nuestra ingente curiosidad, ella nos contó que el tío se había comprado una peluca, puesto que era calvo como una piedra. La risotada que largamos mi hermano y yo fue de inmediato silenciada por nuestra madre. Nos habló de muchas cosas, de la enseñanza que habíamos recibido, de lo bueno que había sido siempre con nosotros el tío Samuel, del respeto y tolerancia que se debía conservar ante las manifestaciones de los demás, de esto y de lo otro y de lo más allá de lo otro, de todo nos habló nuestra madre, quien no estaba para nada convencida de nuestra compostura ante tan crucial encuentro. Para un par de niños de diez y ocho años respectivamente, cualquier recomendación resultaba ociosa ante la perspectiva de una situación tan particular.
A las dos de la tarde sonó el timbre y nuestra madre, se quitó apresuradamente su delantal y nos hizo un guiño de reconvención. De inmediato sentí que algo parecido a un hielo se paseó por mi estómago. ¿Cómo lo haría para contener mi risa? ¿Cómo lo haríamos con mi hermano para dominar nuestras carcajadas que sobrevendrían de manera natural cuando apareciera ante nuestros ojos el bueno de nuestro tío?
La verdad es que al principio nada sucedió cuando vimos aparecer al tío acompañado de la dulce tía Isabel. Lo único que nos sorprendió un poco fue ver al tío con una especie de boina medio ladeada en la cabeza. Mi hermano y yo no quisimos ni mirarnos porque estábamos seguros que si lo hacíamos, la carcajada retumbaría estrepitosa, echando por tierra todas las provisiones de nuestra querida madre.
-¡Que buen mozo que te ves, querido hermano!- exclamó nuestra madre para distender en parte la tensión que se notaba a las claras. El tío sonrió de buena gana, ya que seguramente para él era menester saber que su decisión había sido correcta, aunque la tía Isabel hizo un gesto indescifrable que intuí como de reprobación.
Durante el almuerzo, Jacinto, mi hermano y yo, mirábamos a hurtadillas esa cosa que yacía exánime como un gato muerto, sobre la otrora reluciente testa del pobre tío. Sin que nos hubiésemos concertado siquiera, ambos continuábamos evitando mirarnos, yo porque no sabía que cara pondría mi hermano y él, seguramente porque de sólo encontrarse con mis ojos, lanzaría la risotada.
Todo iba medianamente bien pese a esa ansia contenida que nos embargaba. La conversación fluía entre mi madre y los invitados y nosotros continuábamos callados rogando para que nada hiciera enfrentarse nuestros ojos. Afortunadamente, el tío dijo algo gracioso y esa fue la vía de escape para ese caudal contenido. Las carcajadas fluyeron balsámicas, tanto así que nuestra madre se puso nerviosa y sin que se notara demasiado, me pellizco un brazo y le hizo un gesto furibundo a Jacinto, quien, en pleno éxtasis de carcajadas, resbaló de su silla y arrastró consigo el plato de sopa. La alarma fue general y yo, riendo a gritos, me acerqué al lugar de los hechos para contemplar los estropicios. Afortunadamente la sopa ya estaba tibia, así que Jacinto no pereció escaldado. La tía corrió a socorrerlo y el tío hizo lo mismo, pero cuando se agacharon para levantar a mi hermano, el gato muerto resbaló de la testa de mi tío y cayó en medio de los restos de comida. Jacinto pegó un grito y después de esto pareció perder la razón porque no hubo nadie que pudiera hacerlo callar. Yo, más precavido, salí al patio y me arrojé al suelo para reír hasta que me dio puntada.
A resultas de todo esto, la peluca se fue, envuelta en una bolsa de plástico, el tío tuvo que ocultar su calvicie con un gorro que le fue prestado y que pertenecía a mi padre, quien ahora no necesitaba de ningún atuendo ya que dormía el sueño de los justos hacía más de cinco años.
Por alguna extraña razón, mis tíos jamás regresaron a nuestra casa y ante nuestras consultas, mi madre sólo atinaba a encogerse de hombre e indefectiblemente, siempre decía lo mismo:
-Vaya una a saber que bicho le picó al pelado éste…
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