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El Río

Hay heridas que no sanarán nunca. Eso es lo que piensa y seguirá pensando Germán junto a su hijo mientras sigan viendo, escuchando hablar, o cualquier otro motivo necesario para recordar momentos impactantes y horribles sobre el río. Este tenía una consistencia de diez metros de profundidad, un color celeste que lo hacía asemejarse con el cielo, y era tan largo que cruzaba, entre otros, el pueblo de Tamei Aiké. Este lugar era muy pequeño y estaba ubicado en el sur de la provincia de Santa Cruz. Tenía muy pocos habitantes, y la mayoría eran personas adultas, esto provocaba un gran aburrimiento en los más pequeños. Aunque se encontraba en una de las provincias más frías de Argentina, Tamei Aiké tenía un clima templado, una cosa extraña.
Allí se vivía de una forma distinta, la gente era tranquila, “se tomaba su tiempo” para hacer las cosas, y más que nada, no vivían tras los pasos del reloj.
Cuando el sol se iba acomodando en el atardecer, la gente disfrutaba del paisaje a orillas de este río. Tomaban mate, tenían su merienda y, simplemente, gozaban de su vida.

Una mañana, donde el sol alumbraba el pueblo de manera espléndida y el viento se llevaba las copas de los árboles, Adriana se despertó. Ella se caracterizaba por tener un pelo opaco y ondulado. Tenía una contextura física pequeña y con unos ojos que parecían brillar por la inmensa cantidad de luz que irradiaban de ellos. Era una de las últimas personas no natales del lugar y, además, una escritora fiel a los personajes salidos de la tragedia. Tenía un hijo llamado Agustín, de 7 años y estaba divorciada de Germán, su ex marido.
Al despertarse sobresaltada, recordó que su hijo debería ir a la escuela…

Unos veinte minutos más tarde salió al supermercado a hacer sus mandados. Ya dentro del lugar pudo distinguir como una persona la miraba de forma curiosa. Era un hombre que llevaba unos jeans desgastados y una remera musculosa de color blanco. Sobre la cabeza tenía una gorra tirada hacia atrás que dejaba distinguir su rostro. Cuando la cajera le terminó de dar su vuelo gentilmente, regresó a su casa. Llegando a la esquina de su hogar, pudo distinguir como varias patrullas rodeaban el lugar.
- ¿Pasa algo malo, oficial? – preguntó Adriana preocupada.
- Sí, a su vecino se le ha prendido fuego la casa por haber dejado el gas corriendo, y por mala suerte, ese fuego se conectó con el techo de su hogar. Lamentamos decirle esto, pero… Hoy no va a poder dormir aquí.

Dos horas después, Adriana y Agustín estaban parados frente a la casa de Germán. Este era un tipo de 30 años, era morocho y con un cuerpo musculoso. Al tocar timbre, Germán salió e impresionado por la visita los saludó y los invitó hacia adentro.
- ¡Pasen! – Les dijo amablemente – Si quieren podemos comer algo. Son las tres de la tarde, podríamos merendar juntos.
- Sí, estaba pensando en eso, pero suponía que sería mejor que vayamos a algún lado, no sé… Podría ser al río.
- Esa sí es una buena idea… -
Durante el viaje en auto hacia el lugar destinado, hubo poco diálogo, nadie se hablaba y el ambiente se tornó frío aunque en el exterior había un calor agobiante. Cuando llegaron al lugar, Adriana bajó sus hojas y su máquina de escribir, seguramente seguiría con la historia que ya había comenzado pero que aún no tenía nombre. Agustín, impactado por el lugar bellísimo, les pidió a sus padres:
- ¿Podemos ir a dar una vuelta? – Interrogó mirando a sus dos padres-
- Andá con tu papá, yo me quedo tratando de seguir el libro. El paisaje me inspira - respondió Adriana rápidamente –
- Bueno… ¡Vamos papá! – gritó de felicidad Agustín –

Al regresar del camino, el niño corrió a su madre diciendo:
- ¡Mamá, mira lo que encontré en el agua! - Viendo que no había rastro de ella, se dirigió a su padre - ¿Papá, donde esta mamá?
- No sé, debe estar en el auto, vamos a ver –
Cuando abrieron la puerta, Germán le dijo a su hijo que no mirara al río, obviamente el niño desobedeció y miró. Al niño se le cayó la caja que sostenía en su mano, un aullido de dolor y llanto salió de su boca. Adriana yacía muerta en el río, el agua cambió de color en la zona donde ella flotaba, ahora se teñía de rojo intenso y oscuro. A su lado había hojas, las que seguramente serían sus últimos escritos.
Al mismo momento, una persona se alejaba del lugar mirando hacia abajo. Llevaba en su cabeza una gorra que estaba hacia atrás que dejaba distinguir su rostro.

Nunca se supo nada de este asesino, mucha gente pensó que Adriana se había suicidado por motivos no dados a conocer, pero yo les digo esto; Fui testigo de este incidente, pero no víctima, igualmente, creo que es como escribir en un papel y borrarlo con goma, la marca va a quedar. Eso, pienso, que fue lo que le sucedió a Germán, se arrepintió de no haber estado en ese momento y se dijo: “Aunque intente olvidarlo, lo recordaré para siempre, porque hay heridas que no sanarán nunca”.

Texto agregado el 05-08-2006, y leído por 75 visitantes. (1 voto)


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