Reconocer los propios errores y sentir como el remordimiento nos carcome por dentro, pues nuestra conciencia es nuestro peor juez ante lo que callamos ante los demás. El sufrimiento nos sacude violentamente y nos hace sentir la muerte, junto a su nada, tan cerca que creemos que nos atisba al borde de nuestro lecho o tras una ventana. La realidad de pesar las consecuencias de nuestros actos, ver cómo nuestro pasar ha destruido el camino sembrado y que donde se alzó la vida naturalmente ahora se resquebrajan los terrones secos.
No obstante, aunque uno reconozca que todo lo que hizo estuvo mal, que ni los mejores buenos deseos dejaron que nuestras peores acciones tomaran su curso, es entonces que uno debe humildemente solicitar la ayuda de Dios. Si supiéramos ciertamente del impacto de nuestros actos, si tuviéramos el conocimiento necesario para sopesar las consecuencias, seríamos como ángeles, llenos de una inteligencia luminosa, que lo entiende todo en forma clara y certera. Pero no somos ángeles, nuestra razón es limitada y nuestra intuición es pobre. ¿Cómo podíamos saber que lo que nos producía placer era nuestra futura enfermedad, ni que lo que repetíamos porque nos agradaba era un vicio que nos esclaviza? Sabemos, pero nunca lo suficiente. Es por eso que nuestra fortaleza es reconocer nuestra flaqueza, nuestro poder es saberse ignorante. Pues el que así hace cuenta con un Señor que lo gobierne, un Rey que reine en él, un Amigo que lo guíe, un Hermano que lo recoja en cada caída.
El Malvado quiere hacernos creer que somos absolutamente responsables de nuestros errores, quiere comernos las entrañas con remordimientos. Pero el que clama a Dios arrepentido abre la puerta de su corazón y se puede curar cualquier daño, cualquier enfermedad. Sabemos que debemos pagar por nuestras culpas, y tendemos a ser muy severos, incluso atentando contra nuestras vidas. Dios nos hace reparar, por supuesto, pero con actos de amor, pues el amor da nueva vida y engendra nuevos corazones. No hay nada que nosotros destruyamos que, por medio del amor de Dios y del nuestro, no podamos reconstruir, incluso de multiplicarlo efectivamente.
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