Los pinceles caían unos tras otros. El azul desparramado entre los dedos, en los de ella y los de aquel que acababa de salir, se extinguía poco a poco, ya cansado de ir de tela en tela. Buscaba un cartón o cualquier superficie, total, a estas alturas, el plástico servía para todo. Y allí, en la botella de vino, comenzó a plasmarse el monumento. Cada pincelada cobraba muerte ante la cama: su cuerpo estaba tibio, y todavía podía recoger unas gotas de sangre antes de que amanezca. ¿Me llaman? Pues acá estamos, sentados tan cerca que los huesos empiezan a acoplarse. ¿Y qué?... si a pesar de buscar entre los recuerdos, jamás pudo hallar siquiera un cabello, un puto cabello. El que acaba de pagarte te ha dejado así, húmeda y muerta. Ya no, ya no... Sí, ese tipo tenía razón: sus tripas no volverían a llenarse de líquidos de colores. Así es que después de arrojar el pincel dentro de la pobre botella, tomó un cigarro y bebió del mismo vino que dejó ayer, ácido y sin el típico sabor a lápiz labial. punto. |