Yo vivía en el salón de una residencia elegante de París, silenciosa y cubierta de polvo, hasta que ella me despertó. Quiero contar su historia, que es la de mi renacimiento.
La casa era de propiedad de un turco muy rico, que tenía un negocio en los Campos Elíseos. Allí exponía y vendía a precios exorbitantes las alfombras que compraba por poco en Turquía. Este hombre riquísimo tenía una vida desdichada; su joven esposa había muerto al dar a luz a una niña a quien llamó Chantal. La huérfana era delicada de salud y crecía rodeada de cuidados, lujos y sirvientes, pero estaba siempre sola y a los siete años su rostro de porcelana no reflejaba nada semejante a la alegría. Para darle una compañera de juegos, el padre, al regresar de uno de sus viajes le trajo un regalo: había “comprado” una de las niñas que tejían las alfombras en un pueblo cercano a Esmirna. Los padres, pobres artesanos cargados de hijos, no pudieron negarse ante la enorme cifra que el importador les ofrecía por la pequeña Kartya y dieron su autorización para que se la llevara a París. Chantal y Kartya crecieron como hermanas. La turquita nunca volvió a ver a sus familiares, se adaptó sin dificultad a su nueva vida y aunque, con el tiempo, el recuerdo de su infancia se iba desdibujando, a veces sufría de nostalgias por los suyos y por su país. En esos días de melanconía, entraba en el salón en penumbras, se acercaba a mí, me acariciaba, y a pesar de no saber música, conseguía arrancar de mis cuerdas, maravillosas cascadas sonoras, con sus manos de hada.
Mientras me daba vida, estoy segura de que ella imaginaba estar tejiendo una alfombra multicolor, salpicada de arabescos, flores y pájaros.
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