LAS CUATRO ESTACIONES
Primavera
Insomne toda la velada, colmada de cantos, risas y carcajadas, he vigilado las nocturnas ilusiones de los que no participaron en la parranda. Pardales y gorriones se desperezan con trémulos aleteos y camuflan, con piar intransigente, los murmullos de la madrugada. Rugen unos rieles, en feroz pelea con indomables visillos, y se desatrancan unas ancianas troneras, que al deshojarse permiten la feroz embestida de mil esencias concentradas. Candiles naturales, que iluminan hasta el último escondrijo de la sala, apuntan a una figura con cabeza en mil culebrillas deshilachada.
Pían los vencejos en acrobáticos rasantes, gruñen los cuervos y las totovías declaman invisibles canciones. Borbotones y falsos rugidos de transparentes fluidos, que escarban y se tamizan entre cantos y guijarros, anuncian que las pardas montañas han vomitado la cristalina bilis de sus entrañas. Los canes transmiten tanta algaraza, que los cirrosos rebaños bailan, al unísono, compactas danzas. El vigilante de mansas manadas alborota con desgañitados clamores y a sus silbos responden las lomadas. “Qué llueva, qué llueva los pajaritos cantan” creo entonar. Un trueno jadea, “las nubes se levantan; si descargan antes de dormir, la oscura sombra será fresca” y su advertencia se mezcla con el revoloteo de esmeraldas y huidizas brozas.
Verdes alfombras, moteadas de colorados crespones y manitas azafranadas que hacen reverencias, sirven de lecho a los que en ellas descansan. Un desmelenado león canelo posa, en bucólica lámina, al lado de quien le ordena vigilar sus nerviosas pertenencias, sin perderlas ni un instante de su gris lontananza. Mozas refajadas, con esparto por calzas, flotan en el aire al son de tamboriles y flautas, escanciando el sudor de Baco de tinas abetunadas. “Sírveme, antes de la huida, un sorbo de este embriagador caldo” ruego sediento. “No, espere a que los pastores rematen su danza” se niega; y me mortifico impaciente por el momento que no llega.
Verano
Aletargado, embozado con las frazadas del sopor y el más cruel desapego, advierto su presencia por unos pasos que parecen aleteos de tórtolas y por el aroma a manzana que, al zarandear el aire, sus atavíos destilan. Paladeo, desahuciado de amor, la dulce corteza a fruta salvaje que unta los poros de su tez y cuando habla, escancio, sediento, su voz de burbujas. Ansío escuchar su aliento y respirarlo, como desesperado busca el preso un soplo de viento fresco. Yemas de corazón, índice y pulgar, ojos con relieves, arden como teas por el deseo de fisgarme con el haz de su mano, que ligera como golondrina, roza silenciosa cuando me acicala y asea.
Distingo secos sonidos, quebraduras de sarmientos de parra abandonada, y el giro chirriante de un gigantesco tornillo. En ese momento, siento las patas de mil frenéticas hormigas que corretean por mi cuerpo. Huesos y cartílagos se alinean y preparan para acariciar, con ligeros movimientos, losetas de marfil blancas y negras. Después un suspiro y, por la alcoba en la que perenne habito, comienzan a revolotear notas musicales que, engarzadas entre sí, desvelan a mis ausentes sentidos. “¿Este adagio es hermoso, verdad?” pregunto. Mientras, espero una pausa. “Sí, lo toco porque sé que le gusta y le calma” y extravío su voz en la decadencia de una tarde escarlata.
Abro los ojos para sentir y noto pequeños cosquilleos como si trotara una mosca entre mis pestañas. Percibo el reposo de mis pulmones y el lento fluir de la sangre por los meandros de mis venas. El cuarto rebosa compota de manzana y se esparcen miles de flores blancas por vigorosas corcheas empujadas. Cierro los ojos y mi cuerpo se iza, flota de esquina a esquina, siguiendo las ondas de la melodía. Suavemente, persiguiendo la muerte del sonido, de nuevo, me hundo en un húmedo lecho. “¿Ya no tocas más?” pregunto. “No, es tarde y tengo un sediento camino a casa”.Y me deja solo, cual expósito perdido, huérfano de aromas mientras retumban los truenos del fugaz aguacero.
Otoño
Ya estoy despierto y espero el susurro de un baile mágico, que contrasta con los cantos de un juglar ebrio. Una voz grave, a ratos aguda, risotadas y después el soñar de un jabalí enfurecido. Ladeo mi cabeza para sentir el pequeño huracán que crea su danza. Cuando me llega, bebo del flujo de las mandarinas que yacen en un nacarado frutero y desmenuzo invisibles grumos que nutren mi fuerza añorada. Sueño entre mis sueños que acerca sus labios y llena mis oídos de dulces palabras, veneno, si de ellas me alimentara. Me observa, golpea y siento el aguijón de la avispa que de nuevo me da la vida.
Tose una tapa al ser levantada, se quejan minúsculos huesos y unas hojas de papel, que parecen de estraza, estallan al ser volteadas. Silencio, una respiración entrecortada; al instante, su arte invita al baile a los campesinos que en el porche charlan y ríen sus chanzas. De repente, todos callan al escuchar a lo lejos estampidos secos que anuncian a los animales la llegada de la parca. Se repiten una y otra vez, timbales de huida entre armoniosos acordes. “Esta parte me gusta y angustia” susurro. Presiento que el silencio va a vencer y un “Perdone, no recordaba” mata las palabras. Abro mis inertes ojos y espero.
Se acercan gritos y aullidos de fiera acorralada por violentos arpegios. Mis cordeles se arrugan, me tensan y para no caer al abismo a ellos me aferro. Húmedos impactos noto en el pecho y deformo mi abertura, que expulsa restos de vida por las comisuras. Los jugos de mandarinas me azoran y me siento náufrago entre olas de roja espuma. Paran abruptamente las armonías; una mano se posa y me sosiega. “No toques más” ordeno. Se aleja y musita “espero descubrir el camino entre las marchitas hojas” Y me quedo solo, mientras escucho estertores de alimaña y mandobles de dagas.
Invierno
Sueño que me despierto. Tintineo de huesos y el tañer a opaca campana de mi quijada, no me han consentido la noche sosegar. El ululeo del canoso amanecer aldabea con saña las vidrieras y reta a lustrarlas con vahos ardientes. Un carraspeo, unas cautelosas huellas y un juvenil aliento que activa el hogareño infierno. Las fragantes y danzarinas sombras rojas no pueden ocultar el aroma a azahar que, al atusarse, se le escapa de su maraña de frágiles lianas. Ateridas y sutiles falanges de alabastro acarician la madera noble que me envuelve, ataúd que ampara mis entrañas. Iza la repujada cubierta y se tintan mis tinieblas de la tenue luz de la alborada.
Las nubes insisten en su llamada, arrojando sus heladas iras contra las transparentes tapias que nos resguardan. Se queja la madera, hollada por pies desnudos que discuten entre sí, mientras se restriegan contra el esponjoso y cálido felpudo. Un siseo, al frotar las palmas de unas manos, y la sala se anega de esbozos que perfilan premiosos movimientos y andares de puñal para no resbalar por la dehesa helada. Soy dragón cuando respiro y, cuando consigo hablar, pájaro carpintero: “Este allegro me roba el frío” musito. Otro siseo con sus manos “Por eso lo toco, muda lo gélido en estío” y siento como los acordes me elevan y raptan.
Risas de rapaces y mozas, avisos de cuidado, pero, algunos incautos por el empedrado ruedan. Se yerguen de nuevo y, cautelosos, se afianzan al terreno como equilibristas en la cuerda floja. Otros, corretean como torpes gaviotas por el centro de intransitables sendas. Tan absorto estoy en las imágenes, que casi no me percato del ácido y dulce pomelo que exhalan sus crespas vedejas. “Acaríciame un rato más, por favor” suplico. “Sí, la tarde es de acero y no me agrada ver su filo”. Y después de un adagio y dos allegros, sólo existe, de nuevo, el vacío.
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