Todo lo recuerdo como en un sueño, despabilado de cualquier hecho factible o de alguna verdad a medias. Me sentía atrapado estando dentro de esa casa, en ese espacio, con ese cuerpo inerte a mis pies; en cuyos ojos, vacíos y sin vida, podía apreciar una vida sin alma.
Aún tenía el cuchillo en las manos y la sangre ajena salpicada por todo el cuerpo. La ropa manchada en un rojo oscuro y el olor nauseabundo de la muerte me daban asco; volvía a mirar su cadáver y una extraña fuerza me invadía, como queriendo incrustar nuevamente el cuchillo de carnicero en su blanca piel y crearle un agujero más, aparte de los 96 que ya tenía, víctima de mi desengaño.
La alfombra se había teñido de un rojizo tono que deslumbraba mi vista; observé su mano derecha sobre su pecho desnudo, abierto por mi rabia. Nunca creí que le practicarían una autopsia después de haber abierto con mis manos ese cuerpo a sangre fría. Recordé mil pasajes de nuestra vida juntos, en como me llegué a enamorar perdidamente de sus manos, sus ojos y sus labios; pensaba en como me sentía flotar cada vez que la veía, en como sus palabras me levantaban el ánimo, en como su sonrisa me abría el cielo, en como nos fuimos hundiendo en un lecho descompuesto, lleno de amarguras y celos, en como su indiferencia se volvió contra mí con el paso del tiempo, en como mi despecho me llevó a refugiarme en otros brazos, entre otras piernas, mirando en esos ojos los de ella; no podía más.
Esa tarde salí más temprano de lo normal, vagabundeando por donde mis pies quisieran llevarme; llegué a un tugurio desmoralizador en donde los niños con ropas sucias y avejentadas, jugaban en la tierra con piedras y palos, las mujeres venden sus caricias a cambio de un pedazo de pan y en donde el más hombre se mide por la cantidad de golpes en el rostro de su mujer. Atravesé ese valle de lamentos y torturas sin pensar siquiera en mi integridad, mi mente estaba abocada en ella, en su mirada fría, en sus acciones calculadas, en su frívola mentalidad. Dos hombres me rodearon, seguía caminando inmutable, “Una china pa’ unos puchos pe’ barrio”, absorto pateaba una piedra puntiaguda sin prestar atención, “Carajo, saca lo que tienes o te abro huevón”. Sentí el metal frío en mi cuello y una pequeña fricción me hizo sentir algo caliente empapando el cuello de mi camisa. Miré esos rostros desencajados, ojos rojos y saltones, llagas visibles en cada brazo. Hicimos un trato, le daba todo por aquel cuchillo que hería mi cuello con cada respiración que daba, accedieron al ver mi billetera con varios billetes azulados y otros con tonos marrones; incluso me sacaron de aquel pueblito miserable y marginado.
Llevaba el cuchillo victimario en la mano, pude sentir como la sangre que brotaba desde el interior de su cuerpo mojaba mis zapatos y los embarraba con su hedor. No podía llorar, después de mucho tiempo y de tanto amor perdido en ella, no sentía ni la más mínima compasión al ver su envoltura carnal llena de hendiduras sangrantes. Buscaba en mi memoria algo que me hiciera recordar lo bueno vivido con ella pero solo veía sombras y reniegos.
No sentí entrar a la policía, ni siquiera las sirenas bulliciosas de sus vehículos, ni sus griteríos por hacer que los hiciera entrar, ni su vehemencia al tirar abajo la puerta de un golpe; solo sentí que me encañonaban a la cabeza (manchada en sangre ajena) Mis manos se enfriaron por el metal de las esposas en mis muñecas, pero mi mirada seguía impávida, observando como envolvían el cuerpo en una bolsa plástica negra y en como el flash de las cámaras lo hacían ver más blanco de lo que había sido en vida y de lo que sería en muerte.
Mi declaración fue casi un testimonio en blanco; contaba hechos pasados, mi vida privada se hacía pública ante dos extraños de saco y corbata en una pequeña habitación, con no más mobiliario que una mesa, dos sillas, una lamparita al centro y una grabadora sobre la mesa. Mi mirada estaba perdida viendo como la cinta del cassette rodaba y siseaba esperando algún sonido proveniente de mis labios que pudiera registrar; solo podía pensar en como entré a la casa, pidiendo permiso, ella negándomelo, empujando la puerta, ella cayendo; su cabello rubio y sedoso en la palma de mi mano izquierda, aferrándolo fuertemente y el cuchillo haciéndole un tajo en la garganta. Pensaba en como se arrastró hacia el teléfono, en como la pateé en el estómago y en como me arrodillaba y sentaba sobre sus caderas; recordé sus palabras ahogadas en sangre, palabras llenas de odio y rencor, palabras que me hicieron levantar el brazo e intentar callarla clavando 17 veces el cuchillo en su espalda a la altura de los pulmones. Recordé que se volteó gimiendo por el dolor en su tórax, recordé su mirada fría e inexpresiva diciéndome lo que siempre temí escuchar de sus labios en un susurro ahogado por la sangre que empapaba su paladar al salir: “NO TE AMO”. Arremetí con furia en su vientre subiendo cada vez más hasta llegar a su pecho. En mi cabeza pasaban las imágenes como en una película hecha con una cámara de video casera, veía el cuchillo ir y venir contra su pecho. Recordé que tomé el arma afilada con ambas manos, arrodillado a su lado y la clavé con fuerza sobre su seno derecho; recordé como hice el esfuerzo por abrir su pecho haciendo jirones su ropa, arrancando su piel con mis dedos; recordé como el cuchillo se trababa al chocar contra sus costillas, recuerdo la sangre salpicándome la cara, recuerdo haber dejado el cuchillo ensangrentado a mi lado, recuerdo haber abierto con mis manos la herida profunda que había hecho en su pecho y en haber rebuscado en su interior, tocando sus órganos, removiendo sus vísceras.
Ahora recuerdo el haber abierto la boca y darle al cassette una declaración, ahora recuerdo mi sensación al mirar en el interior de su pecho abierto y buscar algo que nunca encontraría, ahora recuerdo el haberles dicho a aquellos dos extraños de saco y corbata, en penumbras, en aquella silenciosa habitación: “Mi amada no tenía corazón”. |