A través de la ventana sólo se veía oscuridad. Millones de estrellas cobijadas en la negra noche. Niël no era nadie sin su madre y solamente la mirada de ésta conseguía llenarle de vitalidad. Por eso y otras causas su vida transcurría en nocturnidad. Además, Niël era un solitario y la casa en la que vivía se escondía en las montañas, arropadas por la nieve hasta mediados de primavera. Su existencia no se medía como en el resto de los hombres a través de los días, los meses o los años, sino por ciclos, por lo general de unos veintiocho soles de duración. Niël recuerda nítidamente el día en que nació, fue uno como aquel, una noche como aquella. No estuvo su madre en la concepción y aún así la quería. Tampoco era conocedor de la identidad de su padre y Niël siempre se creyó la maravillosa obra prima de su madre, pero ¿acaso era el único?
Aquella noche era especial para él, cumplía 917 ciclos. A partir de ese día, una vez más, iría creciendo alimentado por la vitalidad de su progenitora, no obstante sospechaba que ya se acercaban sus últimos ciclos de vida, quizá aquel fuera el último. Progresivamente iría evolucionando, como de costumbre, en el transcurso de los ciclos, hacia un estado de plenitud total, estado en el cual, durante una noche, decidiría como utilizar el poder supremo que le ofrecía su madre y que le ponía por encima de toda vida terrestre. Sería la hora de elegir una vez más. La sangre o la vida, para Niël dos cosas casi sinónimas. Así, Niël saboreó su celebración como tantas otras veces, aunque con mayor intensidad, enjugando sus labios con el néctar de un buen vino y una cena provechosa. Ya no volvería a comer hasta el gran día. Quedaba la espera.
Los días fueron pasando y su cuerpo y psique fueron mutando, creciendo positivamente. Mientras, había estado preparando el terreno. El día había llegado y la noche se acercaba con lentitud, la misma que mantendría hasta el día siguiente. Estaba listo. Lo tenía decidido, sangre fue la palabra que brotó de sus labios al dejar la casa tras de sí, quería comer. Se adentró en las montañas y ágilmente se deslizó hasta la ladera de una de ellas, la más grande, la que comúnmente se conocía como Lobezna por su peculiar forma y por la cantidad de lobos que allí nacían y se criaban. Sus aullidos eran ya conocidos en el pueblo que esta montaña acunaba. Un pequeño pueblo que aquella noche Niël vio morir antes de teñir un precioso vestido rojo para su madre. Tras esa noche su energía fue menguando, su cuerpo volvía a su estado natural y al desaparecer su madre, La Luna, Niël se esfumó con ella dejando una leyenda tras de sí. |