Arrebujado en su abrigo, con los auriculares puestos y los ojos cerrados. Un hilo de voz salía tímido de entre sus labios, tarareaba suavemente la canción que iba escuchando. Abrió tímidamente los párpados sin dejar de cantar y vió a un hombre escudado tras un periódico y unas gafas de culo botella; mirando con disimulo por encima de las lentes, con la cabeza gacha para hacer creer que seguía leyendo, lanzó al cantante una mirada de reproche, arrogante, de persona dueña de la falsa educación que se cree ángel de la guardia de las buenas maneras. Él le devolvió la mirada desafiante, con un amago de sonrisa malévola en una boca que no dejaba de cantar en voz baja, el custodio de los buenos modales se parapetó en su infranqueable de papel y tinta porque corta es la valentía del cobarde moralista. Volvió a cerrar los ojos y siguió cantando.
Sintió un escalofrío y se envolvió más en el gastado abrigo, su mirada buscó el indicador de estaciones y se disponía a apagarse de nuevo cumplida ya su misión cuando vió a la chica. Lo observaba fijamente, realmente no era a él sino que él estaba en su campo de visión cuyo horizonte se eternizaba como se eternizaba su paciencia oyendo al jovenzuelo gritón y prepotente cuyo discurso vacío la hacía abstraerse e intentar escapar con la mente. Sus ojos se cruzaron, momento que ella aprovecho para volver a la realidad y mandar callar a su acompañante, por un momento creyó haber vencido pero después de la sorpresa inicial del joven, éste siguió con su hueco parloteo. Volvió a perderse en aquel horizonte eterno mientras el hombre continuó con su cantar.
Una patada le hizo abrir los ojos nuevamente, una mujer mayor le pidió disculpas, sin dejar de cantar sonrió con un gesto de que no había pasado nada y divertido vió como la mujer alisaba sus arrugas sin tocarlas, sólo ayudada por su voz que había comenzado a hacer los coros al hombre de los auriculares que había vuelto a cerrar los párpados.
El tren llegó a la última parada. El maquinista se dirigía a cambiar de vagón piloto para hacer el cambio de dirección cuando lo vió, el hombre ya no cantaba, parecía dormir plácidamente aferrándose a si mismo envuelto en su abrigo, se acercó a él y lo zarandeó suavemente para comunicarle el fin de viaje, como no se despertaba lo hizo más fuerte. El cuerpo cayó pesado al suelo, el abrigo quedó abierto, bajo él un jersey rasgado por donde había escapado la sangre que lo teñía de púrpura. Era una herida de arma blanca limpia y mortal por donde la vida del hombre se había fugado acompañada de cada nota musical que unos labios silenciados ya para siempre no volvería a interpretar.
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