Conversando contigo un día llegábamos a la conclusión de que todo el universo del freakismo no es más que un escape para la virulenta cotidianeidad. Así, idolatrabas a Tool, Radiohead o Gybe con devoción porque eran íconos de movimientos subculturales. Es inevitable no soñar con que todos esos oscuros preceptos, llevados a la realidad en geniales vidas alternativas, no sean una verdad sino un cuento amargo opacado por multinacionales vestidas de distorsión o Thom Yorke criticando el capitalismo desde su limusina.
La misma ocasión hablamos de la popularidad de la psicodelia o el prestigio innegable de la embriaguez y/o suicidios en detrimento de una búsqueda pasiva del sentido de las cosas. Me dijiste que eso era así porque las personas amaban incondicionalmente a aquellos que realizaban lo que ellos deseaban, a los que manifestaban en la praxis sus impulsos reprimidos.
Simplemente leyendo puedes dudar de todo. Quizás Kurt Cobain no estaba loco y posaba para las cámaras. Quizás Syd Barrett era un fraude. Quizás Thom Yorke critica el capitalismo porque está consciente de la realidad: de que los escuchas viven sometidos a los satánicos regímenes económicos, de que se necesita una salida, quimérica, ideológica al menos, del sopor de la rutina, del vacío patente que se observa diariamente. Quizás Thom Yorke quiera ser un mesías, y es comprensible, todos los rock star han querido serlo. Morrison o Janis Joplin fueron los modelos para generaciones de grunges asesinos radicales rompeinstrumentos y rebelados. Iron Maiden, Dream Teather, Gybe, Tool, Nirvana, Pearl Jam, Pink Floyd o The Doors, guardando las distancias entre sí, son ejemplos claros de las distintas formas en que esto se materializa.
Quizás no sean ellos sino nosotros los que los creamos, te dije. Quizás es por el genial mundo de las posibilidades, de la misma forma en que nuestros abuelos crearon iglesias, que nosotros creamos insignias. De la misma forma en que nuestros padres se hicieron hippies nosotros nos hacemos amargados, subhumanos, oscuros. Porque así lo deseamos.
Y así hacemos música desde las entrañas para las entrañas, música con ruidos complementarios, extasiada y agotada de sí misma, y que para soportarse necesita extraños tintes melódicos que siempre están al borde de la melancolía más pura. Melancolía psicodélica, que es más suspiros de perros vagos que otra cosa. Tal como lo presentí te negaste a clasificar las piezas dentro de alguna vertiente nominal. Si no, hubieras caído en el execrable error de crear fórmulas sobre fórmulas, una casilla más para saturar algún género con todos sus exponentes ya establecidos. Eso me atrajo, pienso. Aunque faltó algo más.
Faltó oscuridad de luces. Faltó que el tiempo fuera más largo y que la saliva se calentara por dentro. Maceración. Pero no es culpa de nosotros. Y es que nosotros no manejamos esas cuestiones, me dije. Nosotros somos las hormigas del planeta, los que caminamos sobre la tierra rehuyendo con frenetismo la iluminación. Supongo que pensé que eso era el freakismo, y que allí, entre esos devenires, en la caminata de crepúsculo helado, después de tocar un par de horas, estaba todo lo underground que amabas. Al final no eran los músicos de afuera, en las pantallas o discursos iconoclastas. Al final no querías más que una manifestación de que lo que te pasaba a ti también sucedía en otras partes. Deseabas nada más sentirte menos solo y con más aire, pensar que sí, eres una hormiga, pero hay otras más por ahí, luchando solas como guerrilleros épicos en contra de las injusticias y tragedias.
Ya de noche el frío nos consumía. El profesor tenía los labios secos y miraba un punto fijo sobre el mantel. Tú te paseabas por la sala como nervioso, hiperquinético. Yo hablaba, de estas cosas, y de otras, y entre nosotros, entre los tres, se generó algo como una pelota invisible que nos aislaba de lo real para acercarnos a lo verdadero, a las iniciales motivaciones que teníamos para hacer las cosas. Era un extraño palpitar que cobraba vida por nuestras palabras o silencios, como un estado de flujo sin serlo, demasiado triste o cierto, demasiado concreto como para ser hablado, pensado, sentido. El profesor hablaba lento, con las palabras arrastrándoseles unas tras otras, casi como un balbuceo incoherente pero muy sensato, casi en el límite de lo que una persona puede transmitirle a otra dentro de los herméticos círculos que permite una conversación. Tú caminabas pero escuchabas con detenimiento, concentrado, te noté. Los tres, concentrados. Los tres como si estuviéramos borrachos, siendo que en la mesa sólo un tarrito de Ecco se escudaba como manifestación de la once (un tarrito de Ecco y las migas de unos alfajores).
Ya más tarde, hacia el final, el profesor comentó ello. Lo raro de que hubiéramos hablado tantas cosas, tan imposibles, tan poco habladas. ¿Te conté que hacía mucho frío? Como ahora. Los dedos tiesos, la nariz insensible. Otra vez pensé en las insignias y otra vez cuestioné su verosimilitud. Otra vez llegué a pensar que no éramos más que nosotros los únicos reales, nosotros, como escuchas, los de las cavernas negras, los sin palabra, la única y última expresión de aquella densa, profunda y pantanosa oscuridad que por debajo de la piel batallaba por salir, por vivir un poco, a través de formas nuevas, freaks, espontáneas, simples, adaptativas o encapuchadas en la solera del ruido más callado.
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