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El hombre que ama a una mujer es capaz de construir una ciudad entera él solo. Todo para ella. Asimismo destruir toda obra que se erigió por amor, ante la decepción o el desengaño. Me repetiste que no me muriera y te confesé que de chiquito soñé que me casaba contigo, y había mucho fuego en aquella ilusión. Y yo sólo podía ver lo que se me iba, a través de la canelas en la vela, esa noche. Te me ibas. Es cierto, no debiste decirme eso. Pero aún así sé que me mentiste. La noche en casa de Ivana tú me invitaste a bailar. Tú me pediste acompañarte a casa de César. Tú me abrazaste primero. Pienso que me dijiste eso porque ya no querías que te hablara sobre nuestro futuro. Estabas encantada con mis palabras. Temías que mencionara algo que no se cumpliera. Por eso mentiste, y me alejaste de ti. Y cuando nos abrazamos no hayamos comodidad obviamente, porque aún no la encontramos, pero sí existe un sillón para nosotros. Y tenía mal aliento porque tomé un vaso más de caipiriba con pisco, además estaba muy espeso. Mis manos se perdían. No encontraban posición para adecuarse. Ni para tu cintura, ni para acomodar tus cabellos detrás del cuello. Y te dije que te sentaras bien, que no podía abrazarte como hubiera querido, porque Olivita, me hiciste daño. Ok, ok, ok, dijiste, te arrimaste al lugar de donde escuchaste toda mi declaración durante toda la velada. Fui a cambiarme y cuando salí del dormitorio estabas sentada en el otro sillón, el de cojines verdes, en el pasadizo, con las piernas cruzadas, y la cara de una mujer amargada. Sentí que no debías rechazarme porque de lo contrario esa amargura no abandonaría tu semblante, ni ahora, ni nunca. Quizás justifiqué el que haya usado saco para salir a esa hora, con la rabia que siento por la formalidad laboral, pero cuando lo dije mientras caminábamos a tomar un taxi, mis palabras ya ni siquiera tenían algún sentido para ti. En el taxi miré por la ventana todo el tiempo. No sé si esperabas que volteara. Lo único que sentí fue el billete que tocó mi dedo cuando sin palabras me pediste que le pagara al hombre. Y nos bajamos en la puerta de garaje. Quise irme sin tocarte la mejilla. Pero no, quien te abrió se habría molestado de verte sola. No sé si viste cuando me iba. Siempre tendré la duda. Sólo tú podrás decirme eso. Pero también dudo del tiempo que ahora nos toca estar separados. Posiblemente un par de años. Pero sabes. La vela de pirámide que encendimos ese día para conversar, no se consumió por completo. |
Texto agregado el 01-08-2006, y leído por 136 visitantes. (0 votos)
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