ADIÓS A LA(S) ABUELA(S)
Mi abuela, Blanca Pastoriza Lazo Sepúlveda, madre de mi padre, había estado casada con Juan Barrera, quien entregó sus fuerzas a la mantención del estadio Santa Laura, en esos tiempos en que el pasto se regaba con mangueras manuales.
En ese mismo lugar mi abuelo Juan enfermó de tuberculosis; dormía en algún camarín del estadio para no contagiar al resto de la familia, abrigado a veces con el calor infantil de mi padre. En algún lugar de Santiago y soportando la soledad de aquella enfermedad murió mi abuelo.
Desde allí regresó mi abuela. Viuda, con tres hijos, Juana, Sergio y mi padre Miguel. Se radicó en Ramadillas, diminuto pueblo de la provincia de Arauco, cuya geografía rural consistía en una calle, una arteria pequeña, y un estrecho callejón que los unía. Allí se casó nuevamente con don Eduardo Medina, con quién tuvo tres hijos más, María, Queko y Chalo.
Por mi abuela Blanca sentí y siento un gran afecto. Sus arrugas tempranas, su inclinación por el mate a la orilla de la cocina a leña, su inquietante gusto por el limón y las respectivas musarañas al comerlo, su dedicación por limpiar el trigo para luego tostarlo y molerlo y así enviar a los trabajadores con harina tostada fresquita.
Sus lecciones sobre no limpiar nuestra nariz en público, y su apego a la costumbre pentecostal, con moño, blusa blanca y falda negra son imágenes que vienen a mi mente.
Un día de Mayo, un hermano de nuestra iglesia nos dio la noticia. Mi abuela había fallecido mientras era trasladada de urgencia al hospital de Arauco. Para mí la sensación era extraña. Algo interesante estaba sucediendo. Viajaríamos en tren nuevamente hacia Ramadillas. Nos encontraríamos con la vieja casa de mis abuelos, con los tíos, el campo, los animales, pero ingenuamente olvidaba que la abuela ya no estaría.
Recuerdo la primera noche del velorio. Mucha gente en una casa que comúnmente era nuestra. Se mató una vaca, un ternero y un chancho. Se compró vino como para un regimiento. La gente pasaba de sus trabajos a dar el pésame, comer y beber. Después de todo un velorio era un evento social de relevancia en el que incluso se jugaba el prestigio de la familia si no era bien preparado.
Lloré inesperadamente; sorprendido, tomé un mantel de cocina para secar mis lágrimas, aunque, ingenuamente, intenté explicar que era mi sudor. Era la primera vez que sentía dolor por la muerte y no sabía como reaccionar. Los antiguos himnos evangélicos removían una y otra vez mis sentimientos, “... nos veremos en el río”, “cuando allá se pase lista”, “en el monte calvario” y “Tal como soy de pecador”, eran entonados con el típico letargo de la ocasión.
Después de un rato nos llevaron a dormir donde el tío Chalo. Ahí me empezaron a encargar con los demás. Les preocupaba mi sentimental reacción y aludían a problemas con mi corazón..
El velorio continuó y mi tristeza aumentaba al nivel bochornoso de los desmayos y de los ataques de llanto, amortiguados por el “agua de las carmelitas” que tomándolas con fe hacían bien para el corazón.
Decidieron no llevarnos al cementerio, sino enviarnos con mi abuela materna de regreso a Coronel, mientras mis padres cooperaban con los últimos arreglos.
Una vez en casa, con las emociones alteradas e intentando comer, recibimos la otra noticia. Mi abuela Carmen nos miró y comentó con un suspiro: “...bueno, ahora ya no tienen abuela”. Ante nuestra sorpresa y respectivas preguntas sólo nos comentó que ella no era la verdadera madre de mi mamá.
Y así, sin más, nos quedamos sin abuela de la noche a la mañana...
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