El espíritu malévolo cabalga de nuevo, sólo que ésta vez con una nueva actitud. Y he aquí, se ha soltado justo en el interior de la iglesia, entre el rebaño del Ministro Vincent Wallace. El mal nunca duerme, nunca. Sólo está esperando pacientemente por el momento adecuado para atacar, una y otra vez.
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En el interior de la oficina del ministro Vincent Wallace, la atmósfera estaba tan tensa como cable de equilibrista; amenazando con reventar de un momento a otro con tal peso de dolor, pena y vergüenza encima. El padre de Alicia, uno de los más afectados por el vergonzoso incidente, preguntó inquisitivo al ministro citando la escritura:
“Amad a vuestros enemigos, bendecid al que os maldice, haced el bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen… Porque si amas a los que os aman ¿qué recompensa tendréis? (Mat. 5: 44-46).
“Dígame reverendo, a quién debo culpar entonces, o contra quién debo canalizar toda la rabia que siento ahora. ¿Cómo debo vaciar mi corazón de todo eso, para dejar espacio y poder sentir amor por ese jovenzuelo por lo que le hizo a mi hija?”—Le dijo, en una mezcla de incredulidad y sarcasmo; su voz temblorosa.
No hubo respuesta inmediata; un denso vacío pareció ahogar las palabras del ministro en su garganta. No obstante, seriamente preocupado, logró emitir algunas palabras, apenas audibles, tratando de suavizar lo escabroso de la situación.
“Tu corazón está lleno de dolor y resentimiento por lo sucedido, hijo, y puedo comprenderlo perfectamente. Pero puedo asegurarte que—…”
“Usted no, por favor. Usted no puede…”—le interrumpió, agitando su mano izquierda, visiblemente molesto; las lagrimas fluyendo con frustración y desconcierto. Su mano derecha cubriendo sus ojos llorosos, gimiendo. Respiró profundamente, sus hombros caídos. Se levantó de la silla, y dando la vuelta se dirigió a la puerta, cerrándola detrás de él.
El ministro permaneció en silencio, mirándolo con compasión mientras el padre de Alicia salía de su oficina. El sabía que sus palabras gentiles, ahora despojadas de la voz interior que siempre lo guiaba y que alguna vez sonaron apacibles y reconfortantes, no tendrían ningún efecto en ese hombre. No esta vez, no ahora, no en él. El ministro se sentía igualmente lastimado, o tal vez más aún por lo sucedido entre los jovencitos de su congregación.
La noticia se corrió, como reguero de pólvora. Los miembros afectados comenzaron a faltar a sus reuniones de entre semana por las tardes. Poco a poco le estaban dando la espalda a sus responsabilidades en la iglesia y la ruptura que crecía entre ellos y el ministro, se hacía cada vez más grande y profunda.
* * *
Laura apenas podía creerlo. En todos estos años en que ella había estado enseñando a los adultos jóvenes, sus adorados alumnos de la escuela dominical, se sintió siempre orgullosa de lo entusiasta de las participaciones de sus alumnos en clase, y de su comportamiento fuera de la escuela. Siendo madre ella misma, se sentía complacida de haber criado a sus hijos bajo los mismos principios. Se sentía encantada de haber visto a sus alumnos, tanto como a algunos de sus hijos, crecer y formar familias estables. Después de haber enseñado exitosamente, por casi dos generaciones, los poderes sagrados de la reproducción tanto el del hombre como el de mujer, nunca se había enfrentado ante un evento tan devastador como éste.
Miss Laura Callahan, como sus alumnos gustaban de llamarle, es una viuda atractiva de cincuenta y tantos años; había fungido como presidenta de la asociación de mujeres jóvenes de la congregación, durante los últimos diez años. Ella, más que preocupada, está tan abrumada que en su mirada se nota el dejo des tristeza y desesperación, al punto de desistir de su cargo inmediatamente, si esa fuese una opción, pero no la es. Sus propios sueños destrozados por la decepción, y una larga carrera de servicio devocional, están considerablemente en juego, y lo sabe. ¿Cómo pudo haber sucedido algo como eso? ¿Por qué le tuvo que pasar esto a mis estudiantes? ¿Por qué todo esto tenía que pasar, precisamente, en el grupo de jovencitas que le habían sido confiadas a ella? Se pregunta.
Hace algunos años, su fe, su crecimiento espiritual y su integridad, les fueron entregadas en sus propias manos; para cuidarlas, educarlas, para ser nutridas espiritualmente. Ella aceptó dicha responsabilidad con una evidente emoción; con el apoyo total y sin precedentes del viejo ministro. Mr. Vincent Wallace. Los padres de las jovencitas se sintieron más que contentos al enterarse de que tal devota y virtuosa dama, fuera la nueva guía espiritual de sus hijas tan hermosas, ahora en crecimiento. Ocho jovencitas entre catorce y dieciséis años de edad, seis de ellas un poco más jóvenes, catorce en total. Todas ellas venidas de grandes y respetadas familias. Los mismos estudiantes, ahora padres ellos también, todos fueron miembros de su clase cuando eran más jóvenes. Ella los miró crecer. Siempre se sintió orgullosa de la efectividad de enseñar dicha clase. Esta vez, sin embargo, las cosas tomaron un giro inesperado, por demás malévolo, y tan dañino que ella comenzó a cuestionarse, no sólo la efectividad de dicho tema que hasta entonces había enseñado en la congregación, sino también hasta su propia fe.
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El anciano ministro quedó sólo, sentado en su oficina que se encuentra en la parte superior del edificio de la iglesia, jugueteando con sus dedos nerviosamente. No era el mejor lugar para estar en una tarde de domingo por la tarde. El resplandor de sus cabellos plateados, no podía seguir ocultando los escasos filamentos oscuros que poco a poco desaparecían de su cabellera. Las numerosas preocupaciones que lo perturbaban recientemente, tampoco lo podían hacer. Giró su cabeza mirando hacia la ventana, como buscando una respuesta que llegase desde la distancia, antes de que el color rojizo del cielo anunciara de la puesta del sol. Las flores del verano habían dejado su espacio a las coloridas hojas del otoño. La humedad que contiene el aire al respirar, ya no tiene la misma pureza en sus pulmones, está denso. Los días de serenidad también, se han dejado abatir por la tristeza y la vergüenza.
Las arrugas que surcan su cara, están lejos de ser una muestra se sabiduría traída por los años vividos, ni siquiera la tranquilidad de espíritu, mucho menos de felicidad. Se mira notablemente trastornado acerca de lo acontecido en su congregación. Podría decirse que está dolorosamente preocupado, no sólo por lo sucedió, sino por el futuro incierto de su grey. Las cosas como ésta, son lo bastante perturbadoras para hacer temblar las creencias y la confianza de cualquiera, y su fe.
La amargura de la humeante taza de café sobre su escritorio, no es del tipo de sabor que se pueda endulzarse con un par de cucharadas de azúcar, pero al igual, se la toma de un gran sorbo. La frase conocida “viejos pecados, nuevos pecadores” retumba en sus sentidos, como un desafío de terquedad rebelde, interrumpiendo lo poco que le queda de paz interior. Toma su Biblia maltratada por el uso y la guarda en su maletín; mira alrededor las pinturas con motivos religiosos, apaga las luces y se dirige hacia la puerta principal mientras se coloca su sombrero.
¿Matty? Por favor, llame a Miss Callahan para recordarle de la reunión que tendremos mañana a las 7:00 p.m. en mi oficina—indicó a su secretaria.
“Sí, Mr. Wallace. ¿Va para su casa?
“¿A donde más podría ir?”—añade, irónicamente, y se va.
“¿Quiere que llame a su esposa para decirle que va en camino?
“Sí, hágalo, por favor”
‘Buenas noches Mr. Wallace”.
“Buenas noches Matty”
.....Continúa
©Raymond |