Existen momentos en los que me siento solo y desolado y no puedo hacer otra cosa que llorar. Decía mi mejor amigo que se debía a los traumas de la infancia, que algo sucedió que me marcó para toda la vida. Puede que tenga razón, el problema es que no sé qué. Lo que si sé es que en mi infancia nada duraba más de un año. Mis padres cambiaban de casa sin aviso, sin despedirse de nadie. Un día llegaba el camión de mudanzas, lo metían todo y salíamos dejando el polvo del olvido. A veces ni tiempo tuve de despedirme de mis amigos. Mi papá llegaba a la nueva casa, dejaba los bultos regados por todos lados y se iba a la cantina a tomarse sus tragos con desconocidos que a la media noche serían sus mejores amigos. Mi madre se quedaba en casa, olvidada, seria y sin decir una palabra. Ponía el colchón sobre el suelo y se acostaba a dormir. Antes de cerrar los ojos nos decía que el pan Bimbo, el jamón y los frijoles de lata estaba en la bolsa del mandado. Esa era otra señal alarmante en mi infancia: cuando mis padres venían del super con todo lo que hacía falta para hacer sándwiches y nada más. Me entraba una sensación de angustia sospechando un súbito cambio de casa, y así sucedía siempre. Esa primera tarde en el nuevo departamento, casa, nicho, edificio, condominio, choza…. esas primeras tardes eran los crepúsculos más tristes y desoladores que he vivido. Mis dos hermanas y yo comíamos nuestro sandwich acompañados de música de la radio, con voces retorcidas por la onda AM. En esos momentos podía tocar con mis manos la soledad, de tan presente que estaba, pero no me atrevía a hacerlo; ya era suficiente con sufrirla.
Los primeros días después de la mudanza venían acompañados de los pormenores que repetidos una o dos veces cada año se hacían insoportables: conocer nuevos amiguitos, saber cómo llegar a la escuela, aprender los precios de la nueva tienda, cuidarse de las mañas desconocidas de los nuevos vecinos. Mi padre parecía no sufrir nada de todo aquello, mi madre tampoco y mis dos hermanas se ayudaban una a la otra, pero yo no estaba hecho de la misma madera que ellos. A mi me costaba trabajo acercarme a los niños y pedirles que me dejaran jugar al balón o a las escondidas. Prefería sentarme en algún lugar y observarlos con la esperanza de que la situación se desarrollara sola. A veces funcionaba, a veces no. Cuando no funcionaba los niños me ignoraban, entonces yo desistía de su amistad y me dedicaba a crearme mi propio mundo. Mi propio mundo era sencillo pero efectivo. Desde niño siempre me gustó el verde de la naturaleza y los colores. Como buen aficionado de “La pequeña Lulú”y del Pato Donald, entre otros, tenía guardados en una caja de cartón decenas de revistas usadas, de las que me compraba mi papá en los puestos de segunda mano. Me acostaba en la cama, colocaba alrededor mío las revistas abiertas en donde las escenas eran verdes llenas de flores y comenzaba a soñar que estaba en otro lado más hermoso que en ese nuevo departamento frío y ajeno. Cuando llovía mi mundo perfecto era aún más hermoso, por eso amo la lluvia. En algunos barrios los niños fueron amables y logré hacer amistades valiosas y divertidas… pero un día llegaban mis padres del super con la bolsa de mandado llena de todo lo necesario para hacer sándwiches.
En mis recuerdos de infancia tengo imágenes de gatos ahorcados, sombras misteriosas, tipos que intentan matar a mi padre, las palizas de mi mamá, vecinos que nos miran con desconfianza y cobradores enojados. La imagen de un santa Clos me quedó grabada también, un santa Clos borracho que le pegó a mi mamá cuando ella le reclamó que estuviera borracho en navidad. Mi padre y sus ideas.
Cuando descubrí la lectura de los libros dejé de sentirme tan solo. Las historias cortas siempre me gustaron porque las podía leer desde el principio hasta el fin sin el temor de no lograr hacerlo. Las novelas me dieron temor. Eran muy largas para un niño y podría ser que en la próxima mudanza se perdiera entre los bultos y tuviera que quedarme con la duda. No, los cuentos fueron siempre fieles. Cuentos fantásticos, eso fue lo que me gustó leer. La realidad no la podía entender muy bien porque no me dieron tiempo de ver cómo se desarrolla, por eso la negué siempre, entre mentiras y engañándome a mi mismo.
Ya desde niño tuve la ansiedad de escribir algo así; necesitaba hacerlo. No lo hice. Me quedé con la mala costumbre de sentarme en un rincón y dejar que las cosas tomaran su curso por si solas ¡Cuánto tiempo perdí con esa idea! Escribí uno que otro cuentito mal logrado y dibujé las respectivas figuras. Dibujaba bien y los compañeros de primaria me pedían dibujos. Con eso tampoco llegué lejos porque se quedó en la misma actitud de siempre: un día cambié los hábitos, sin avisarle a mis deseos. Pero las ganas de escribir no se fueron nunca, tampoco las ganas de contar algo, cualquier cosa, contar y contar hasta sentir que la respiración pedía una pausa, y el oyente también.
Los viajes tampoco me gustaron. No me gustan. La mudanza continua me acostumbró a recordar con nostalgia en todo lo que fue bueno allá de donde venía. Cuando viajo y me gusta lo que viví, regreso a casa y siento un vacío insoportable, un vacío que me hace llorar. Después me acostumbro de nuevo a mi lugar y mis costumbres, hasta el próximo viaje. Por eso evito los viajes a cualquier lado, lo más que puedo, no por temor a lo desconocido, sino para no confrontarme con la idea de que mi supuesta vida feliz es en realidad una farsa. Mi esposa, mi amada esposa, intentó comprender esta actitud. No sé si lo logró porque mi llanto era largo y profundo cuando me sentía desolado. No es contigo, le decía, es conmigo mismo.
Quizás fue por eso que uno de mis familiares queridos murió solo, porque no me atreví a viajar a su ciudad.
Me hace falta pertenecer a algo, pero la actitud de sentarme y esperar a que las cosas vengan a mi me impiden descubrirlo. Soy un amigo fiel, más fiel que un perro, hasta que me abandonan. Estoy dispuesto a aguantar lo que sea y vivir en la frustración extrema mientras la comparta con un amigo o con varios. Recibo el sentimiento de pertenecer a ellos y ellos a mi, pero los otros no piensan igual que yo y se van, y ni siquiera me dejan sándwiches. Cómo sufrí, y sufro. Normalmente tomo la opción de no conocer a nadie y no encariñarme con él, así se evita el cambio repentino y doloroso.
Y es así que la vida del escritor es lo que más me gusta, aunque nadie publique lo que escribo y los lectores esporádicos sólo tengan palabras piadosas o desgarradoras para mis textos. Mi vida hubiese sido gris de no ser por el mejor invento para almas solitarias: el Internet.
Si, el Internet. Allí no conoces a nadie y te lo puedes imaginar como quieras. Sólo sus palabras cuentan, no sus actitudes ni su apariencia. En ese medio virtual no tengo la necesidad de sentarme en un rincón, no, me presento con el vacío y el vacío me responde, como un eco con vida. Magnífico. Si en una página no funciona la convivencia o la cierran cambio a otro lado, sin dolor, sin sándwiches, sin lágrimas. Como escritor sin publicar y sin oportunidad alguna de llegar a ser publicado es este sistema lo mejor, mejor que mis revistas con escenas verdes con flores en días lluviosos…
A fuerza de conocer gente y tener que despedirme de ella me acostumbré a despedirlos antes de conocerlos. La táctica funciona. Sin amigos no hay dolor. Será por eso que nadie está hoy a mi lado, en esta casa en la que vivo ya hace veinte años, con la computadora en frente haciendo como que me quiere.
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