LA TEBAIDA
Todo el día lluvia, breve en la mañana, apretada desde el mediodía. Y ya casi son las seis de la tarde cuando sortea charcos plateados para llegar a la puerta de la sala de teatro. LA TEBAIDA, de Arturo Uslar Pietri, se presentará en función de estreno en el pueblo. Se ha dicho a sí mismo que la obra no debe tener mucho público: un planteamiento filosófico existencial y místico que habla con tonos unamunianos de la eterna búsqueda y contradicciones del hombre. Poco público vendrá a la función. Pero él sí siente interés por la obra; la conoce bien de lecturas repetidas, y alguna vez se representó en el auditorio de la Universidad. No deja de reconocer que es de difícil ejecución como pieza de teatro, expresa sentimientos e ideas más que acciones, pero es teatro. Por eso ha llegado con algunos minutos de anticipación para lograr una buena plaza. Y encuentra un pequeño grupo que hace la cola para adquirir los boletos, bajo la lluvia que no amaina, y se pone en la misma disposición mientras lee párrafos del programa de mano: “NO HA TERMINADO AÚN LA NOCHE. TODO LO QUE HA PASADO CON LAS PRESENCIAS VISIBLES VA A CONTINUAR AHORA CON LAS PRESENCIAS INVISIBLES. EL HOMBRE DIALOGA Y LUCHA CON SUS PROPIOS FANTASMAS, QUE NO SON MENOS REALES Y TEMIBLES QUE LOS SERES DEL MUNDO QUE LE RODEA. EL MUNDO DE LO INVISIBLE TMA SUS MÁSCARAS Y RECOMIENZA LA LUCHA”. De pronto observa, a pocos pasos, la presencia de un hombre andrajoso. Puede ser un mendigo que busca caridad de este público que asistirá muy pronto a la lucha de la conciencia dentro de la sala de teatro.. Lo ha visto con indiferencia pero nota que el hombre fija en él su mirada, insistente en algo que significa más que la dádiva de un denario. Parece que el hombre le pidiera protección y que él mismo, eremita recogido en el goce del arte, fuese el personaje de la obra. El hombre puede decirle de su miseria, y él responderle que ha elegido una vida de contemplación ajena a inquietudes materiales; decirle que es un artista de la reflexión y la belleza, que sólo quiere solazarse con la virtud de un escenario, o con la eufonía de una orquesta, o con la fragancia de un libro abierto. Que ambos tienen los mismos dolores, las mismas ausencias. Todo eso quiere decirle al mendigo que es también la mujer envilecida de la obra, que reclama como ella protección al eremita, frente a sus perseguidores.. Yo soy un perseguido de todos los hombres, no tengo sino el rancio olor de un trapo mojado por esta lluvia incesante. En cambio tú estás abrigado y apenas tus zapatos han sufrido con el agua de los charcos. No quiero tus denarios, sí tus sueños. El diálogo silencioso avanza con el flujo de la cola frente a la taquilla. El mendigo no comprende las razones del eremita que le dice: “NO TE PUEDES QUEDAR AQUÍ. TE DIGO QUE SIGAS...” No comprende por qué los harapos que mal lo cubren hieren el silencio de la calle en esta hora de seis; y su voz es como el ángelus que se escucha desde la iglesia próxima, pero se prodiga sin esperanza, ronca, gutural, cargada de lodo. Silencio, lluvia, espera para adquirir el boleto. Pero tú tienes esos harapos y aguardas que cese la lluvia y esperas una mano caritativa; nada más te atormenta. Yo, en cambio, guardo mis dolores y contradicciones en un cofre de elegancia, como disimulo del sufrimiento que elegí voluntariamente. El arte, sabes, desnuda hasta los huesos, el pensamiento revuelve miserias tan profundas como las tuyas. Soy mendigo como tú mismo. Soy un eremita que h buscado la perfección pero que sólo ha hallado durezas recubiertas de falsa armonía. Aquella sinfonía que me conmovió alguna vez es como la sinfonía de viento que escuchas en el portal de tu soledad. ¡Soy mendigo como tú mismo¡
Ya tiene el boleto y está preparado para sufrir de nuevo el conflicto del eremita con su conciencia, y se dispone a cruzar el umbral que lo llevará a la platea. Vuelve los ojos hacia el mendigo que en su intemporal presencia le ha hablado tan largo y le ha dicho de su miseria y le ha develado la propia. Algo ha cambiado en tan breve lapso, un movimiento percibe en el tiempo que pasó para adquirir el boleto. El tiempo todo lo cambia y él será el eremita en el escenario, mientras que el lamento de la mujer envilecida tendrá el mismo timbre de una salmodia de harapos.
La obra tantas veces leída y gozada con fruición ya no es la misma. Sobre el escueto escenario las figuras son sombras que tienen las facciones de su rostro, y las luces del proscenio son personas distintas que intercambian sus papeles. La máscara del borracho tiene ahora la fisonomía del mendigo, pero la ebria voz habla por boca de la mujer: “LA VIDA ES COMO UN CAMINO QUE SALE DE MÍ Y VUELVE A MÍ. ¿POR QUÉ ME TEMES, SI ME NECESITAS? ¿POR QUÉ ME MALDICES, SI NO TE TRAIGO MAL?”
En las grutas de la escena llueve, llueve sobre el escenario sobre las plateas. La arena del desierto de Tebas tiene ahora bullicio de gente. No va a esperar que la obra termine. Se levanta y sale, discretamente al principio, frente a los espectadores, luego a toda prisa, con la urgencia de hallar una explicación a la confusa danza de personajes y pensamientos. Todavía está el hombre a la puerta del teatro, está cerca de la lluvia y de la iglesia bálsamo de la humedad de la calle. El mendigo lo ha aguardado y, sin hablar aún, conviene con él en cambiar los atuendos y las inquietudes del dolor.
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