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ESKIZO

El por qué aun no lo sé, pero todo se veía venir: esas noches en las que dormir me era imposible se estaban haciendo costumbre desde hacía un tiempo y nunca pude imaginar que iban a cambiarme así: tan de repente que a penas tendría tiempo para gritarme a mi misma “Agárrate, Paula, agárrate que te estás yendo”. Pero así fue y esa mañana en medio del desayuno lo sentí, fue justo en ese momento en el que uno se para de la silla y se siente trastornado por el mareo; fue sencillo, esperaba tener que hacer un inmenso esfuerzo para retener eso que se me iba pero no, solo se fue, se fue cantando algo relajado de Patti Smith, bastante desafinado por cierto.

El caso es que cuando volví a recuperar el equilibrio ya era otra: veía el mundo desde ese ángulo que, imagino, debe situarse justo entre la columna y la esquina de la sala de mi apartamento; y en consecuencia quise actuar distinto, quise darle a mi vida el tono que sentí que tenía desde ese momento: un tono que probablemente es indefinible e inexistente, agresivo a cuenta propia pero inofensivo, una pequeña perturbación poco armónica en el aire que llegaría a convertirse en música al alcanzar mis oídos, porque, después de todo, qué es el sonido? Qué es el sonido cuando se despoja de expresión? Es un ruido vulgar o es la máxima del arte, la inconciencia?

Me sentí sola de pronto y corrí hacia el espacio caótico donde pongo las guitarras para tomar la que estaba más a mano. Sin problemas me la colgué. Hay algo poético y muy íntimo entre el guitarrista y su instrumento, algo que transforma a ambos elementos cuando se acoplan, una forma decadente y estilística de hacer el amor frente a todos pero sin perder la compostura. Algo que de querer explicar tendría que perder, un tipo de amor tan ciego y una confianza tan plana y plena que no puede sentirse por nadie más. Digo nadie porque, lejos de ser una cosa, el instrumento tiene más personalidad que el mismo interprete, que viene a ser mucho más instrumento que la guitarra, cuando se agita delicadamente (a veces no tanto) en medio del éxtasis que tiene que ser el enfrentarse directamente al subconsciente y aceptar que arremeta contra todo parámetro. La música es la extrema expresión de la violencia y la paz, y no lo digo por géneros, no hablo de rock o clásica sino de esa secuencia que enloquece, que hace que vibre el aire, algo más sublime que esta vibración sería inimaginable; una convulsión que no sale de la guitarra y su caja sino que estremece al mismo músico arrancándolo todo de su sitio y fijando nuevos mundos en la mente del propio mundo, llevando la poesía a horizontes prohibidos por las palabras; no puede hablarse con maestría del sentimiento de traer un sonido al mundo porque este se ubica muchísimo más allá del lenguaje.

Al encontrarme con ella me sentí revestida de poder y solo toqué… y puede ser difícil entender por qué es importante solo tocar, sin técnicas o algún tipo de teoría, dar rienda suelta a esa emoción del alma hasta quedar un poco sin aliento, pero eso fue lo que hice. Toqué durante un rato, primero quieta, disfrutando esa perfección armónica que me construía a mi misma, ya luego no pude aguantarme las ganas de saltar y enloquecer al tiempo que los sonidos perdían la precisión de la escuela clásica y se volvían estridentes gritos agónicos de las cuerdas que sometía a doblarse y palpitar sin control y sin contemplaciones. Entonces caí al piso, sin respiración, hasta sin vida pero en calma. Aún retumbaban en mis oídos los rugidos metálicos de las cuerdas contra la pluma pero yo ya estaba en paz. Volví despacio a la mesa y me senté a terminar el desayuno, cantando a Patti…

* * *
Así fueron pasando los días, cada rato tenía esas iluminaciones eufóricas que me llevaban a otra parte de mi mente, donde las cosas pasaban tan rápido y de formas tan impulsivas que no sabía con certeza, en determinados momentos, como había podido llegar hasta donde me encontraba o a hacer lo que estaba haciendo. Tomaba notas mentales de todo lo que pasaba en mis pequeños viajes al centro de mi cabeza y pasaba horas pensando en lo que podía significar una cosa u otra sin atreverme a confesarle a nadie que no tenía seguridad sobre mis actos o los momentos en los que la inconciencia me atacaba, básicamente porque lo disfrutaba muchísimo y siempre me había atraído la idea de estar totalmente loca y ser feliz escapando así del mundo para volver a él con ideas novedosas y creativas.

Durante las escapadas de la conciencia, como ya lo dije, veía la vida desde otro lugar y me comunicaba mejor con mi guitarra, así que fue una época muy productiva para mi creación: escribía cosas fantásticas sobre lo que me quedaba de salir de mi misma y actuar como animal. Era una experiencia muy intensa de la que no podía abstraerme a voluntad, me dejaba llevar en el ímpetu de la locura temporal hasta los bordes de la creatividad y desde allí, poniendo la línea de partida, hacía el resto del trabajo a plena conciencia, siendo los resultados increíbles. Pero había una parte oscura en esta felicidad, me aislaba y procuraba esos momentos a solas con el instinto porque eran una droga muy poderosa y la sensación de bienestar puede serle, tanto al cuerpo como a la mente, bastante adictiva; de modo que me situaba en la frontera de la contemplación a esperar que llegara el momento y a aferrarme a él en toda su extensión.

Al mirarme en un espejo, unos días después, descubrí que me estaba avejentando a pasos agigantados y que había adelgazado muchísimo puesto que la ropa me colgaba. La mirada se me había extraviado en un paraje desconocido por todos y la gente a mí alrededor empezó a pensar que estaba deprimida o enferma, pero yo me sentía mejor que nunca y no quería compartir mi secreto porque conozco los alcances de la envidia y temía (aun hoy lo temo) que alguien quisiera obligarme a abandonarlo. Decidí aislarme en la medida de lo posible porque no tenía voluntad para hacer nada más que enloquecer y me molestaba a sobremanera que me distrajeran de mi estado contemplativo permanente llamándome a comer o a bañarme, como si eso tuviera algún tipo de importancia!

El furor creativo que alcancé en los primero días fue desapareciendo porque ya no tenía el ánimo ni la energía suficientes para ubicarme en una hoja de papel en blanco y poder llenarla y al tomar la guitarra en mis brazos me sentía débil y aburrida, pero sobre todo pensaba que perdía mi tiempo haciendo algo diferente a esperar. Afortunadamente la espera surtía efecto y cada vez los ataques se tornaron más frecuentes y el tiempo perdió del todo su continuidad, las horas y los días se me escurrían entre las manos y yo me sentía en la cumbre de las realizaciones porque al fin era libre de vagar por un mundo psicodélico: lleno de mis fantasías, en mi propio mundo, uno donde, por supuesto, yo hacía las reglas y todas eran susceptibles de ser rotas sin demasiada culpa.

Los problemas, que se multiplicaron en las semanas subsiguientes, a mí alrededor me eran y me siguen siendo totalmente ajenos porque no parecía que tuviera tiempo que perder en un mundo que no controlo a mi antojo y en el cual alguien cree que puede decirme lo que tengo que hacer o sentir cuando las sensaciones y los sentimientos exacerbados y profusos, en el escape, son ilimitados y exigen una sed sobrecogedora de experiencias nuevas y desafiantes. Tomé posesión de mi tiempo y lo deshice según mi criterio, olvidando por completo el día y la noche y cada una de las subdivisiones que pueden llegar a machacar la voluntad de vida en espera eterna de un salto en la rutina, un salto que a mi me había salido en la yema del huevo aquella mañana de mayo y por el cual estaré totalmente agradecida mientras viva.

Sin embargo y a pesar de la felicidad ilimitada que me había brindado esta libertad total que me ofrece mi mente cada tanto, anoche sentí que la cosa se ponía seria cuando desperté del ensueño eufórico trepando a la baranda del balcón de mi apartamento. El viento me pegaba en la cara y estaba lo suficientemente desnuda para decir que la noche estaba bastante fría. No crean que era una amnesia o algo de ese tipo, no habían convulsiones, de hecho nunca me he sentido mejor que al volver a la calma habiéndolo tirado todo afuera, pero en ese momento supe que había llegado demasiado lejos y no quería morir sin haberme entregado por completo a vivir, a demás, soy muy joven y aunque pueda ser un bonito cadáver, todavía tengo mucho estorbo que hacer en este mundo y mucho oxigeno que robarle a los geniecitos que inventan los hornos microondas y la desintegración de partículas que permiten que Bart Simpson se convierta en el hombre mosca.

Este fue el extremo y me asustó porque no me siento lista para despedirme “del mundo cruel” y echarme hacia abajo y porque, aun si lo estuviera, cabe la posibilidad de no morir sino de quedar parapléjica, vegetal o cualquiera de esas calamidades. De modo que entré al apartamento y fui directamente a buscar el directorio médico, antes de sufrir otra fuga, para pedir una cita de urgencia con un doctor dispuesto a atenderme hoy.

Así es como ahora me encuentro en esta sala de espera, básicamente, esperando sin más: no tengo miedo de lo que pueda decir ese viejito que no me conoce pero seguramente puede hablar con más propiedad de mi cuerpo que yo; lo que si me molesta bastante es el ambiente que se respira donde algo tiene que ver con la salud y no me explico la razón por la que todo tiene que ser blanco o azul extraño ¿Es esa una forma de intimidar al paciente? Me exaspera la capacidad que tiene la enfermera de ser ese ente que está muy lejos del enfermo para hablarle y muy cerca para chuzarle las nalgas y sobretodo odio que el médico vaya poniendo caras al preguntar mis hábitos alimenticios o mis rutinas de ejercicios que son nulas.

Pero aquí viene la enfermera y me dice que pase, que el Doctor me espera, y bueno, empujo la puerta con algo de dudas y empiezo a caminar hacia el escritorio de ese tipo que no me parece lo suficientemente viejo para ser médico (claro, ahora todos son jóvenes ¿Dónde están los viejos de este mundo?) en esa escena que siempre me resulta demasiado complicada de resolver: ¿Le doy la mano o solo le saludo de palabra? ¿Cómo empiezo a decirle que creo que me estoy volviendo loca o me está entrando la menopausia a mi edad? Yo tan preocupada y el tipo me pregunta el número de identificación como si la situación diera tiempo a los tramites de la burocracia. ¿Y si caía fulminada en ese instante? ¿O si hubiera caído anoche por el balcón? ¿O si definitivamente esto era estar loco y yo no me había dado cuenta con suficiente anterioridad como para aprovecharlo antes de cometer algún acto demente y morir sin haberme gozado la esquizofrenia en todo su furor? Tuve miedo en ese momento por primera vez, ni siquiera en el momento del balcón había sentido el pánico de la muerte pisándome los talones, pero no era eso lo que me preocupaba, era el hecho de haber sido demasiado normal toda la vida como para atreverme a asumir una locura conciente y saber que hoy, cuando algo me la regalaba, yo estaba asustada y segura de morir al día siguiente a pesar de haberme entregado al delirio sin demasiada premeditación, sigo sintiendo que podría haberlo hecho mejor o por más tiempo y me asusta el renunciar a ello o que esa fuerza natural me lo arrebate.

El médico me oyó con atención mientras le refería el episodio del balcón y los de la guitarra sin pronunciar palabra, con los ojos desorbitados hasta que terminé con el relato, estaba agitada y de nuevo vino a mi la sensación animal a la que me abandoné allí mismo, me desdoblé y empezó a actuar un cuerpo bastante nervioso caminando por todo el consultorio mientras yo miraba desde una esquina lo que pasaba y la cara totalmente desencajada del doctor que, clavado en la silla y dispuesto a hundirse en ella me indicaba que esto era tan anormal como yo había pensado y daba claras muestras de querer quitármelo a como diera lugar pero sin moverse de su puesto: el tipo estaba aterrorizado y la acción (de toda índole) le había dejado de asistirle. Mi yo animal crepitaba y se agitaba, ya en el suelo, ya sobre el escritorio y yo me reía desde la esquina de toda la situación y de lo que tendría que enfrentar al volver a la cordura, pensando si en ese momento todavía conservaría la ropa o si me estaría arrastrando, que sería bastante incómodo. Al volver estaba parada, mi primer reflejo fue arreglarme el pelo y bajarme la camisa hasta su justo lugar al tiempo que la cara del médico se desencajaba aun más y habría la boca en una mueca que, imagino, era la de una palabra que se negaba a abandonar la boca del todo, el tipo seguía aterrorizado y yo muy apenada pero tranquila porque me había forzado a la conciencia desde anoche y estaba muy ansiosa para el momento en el que el ataque tuvo lugar.

El doctor me envió de inmediato a Urgencias a hacerme unos exámenes e hizo llamar a los mejores cirujanos del hospital. Yo miraba a hacia todos lados con los ojos desorbitados porque, una vez le ponen al sediento un poco de agua en la punta de la lengua, es improbable que la sed se quite en vez de aumentarse. De pronto me vi rodeada por una escala de respetables señores enfundados en batas blancas que me observaban con ojo clínico y tomaban muy en cuenta cada uno de mis movimientos, mi interior quería zafarse de nuevo pero esta vez me obligué a asirle con fuerza porque ya intuía la sesión de exorcismo a la que me someterían de lo contrario, sin embargo mi ansiedad crecía y me sentía débil, como aquella mañana: lista para soltarme hasta las últimas.

El hilo de conciencia que me sostenía de la realidad aguantó lo suficiente para permitirme pasar por las pruebas y las preguntas de los médicos sin huir pero no pudo halarme con suficiente fuerza cuando me dejaron en espera mientras analizaban los resultados del electroencefalograma y los demás exámenes, era claro para ellos que tenía un tumor, lo que se discutía mientras esperaba era si este revestía un peligro insalvable o si podían dejarme ir a casa y programar una serie de visitas médicas que desencadenaran en el concepto final sobre la viabilidad de una operación al cerebro; yo, por supuesto, estaba aterrada.

Terminé yéndome a mi casa con la promesa de estar lo suficientemente bien como para darle espera a todo el proceso, pero al pasar la puerta ya sabía que jamás volvería al hospital ni a rastras. Así que me senté en la sala tarareando a Patti a la espera de mi momento a solas con el mundo que no tardó mucho en llegar: entendí mientras estaba ausente y en contacto con la esencia que esto es estar vivo y que morir no importa demasiado si se ha vivido con la suficiente intensidad. El miedo de la mañana en la consulta parecía un sentimiento que alguien me había contado porque, como en la película de Star Wars, comprendí que el apego que sentía por este mundo se transformaba en una regla según la cual todos mis temores se realizarían y lograría justamente morirme intentando aferrarme a la vida, decidí en ese momento que no importaba cuanto tiempo pudiera durar mi nueva vida de loca esquizofrénica pero que iba a vivirla sin preocuparme del momento de la despedida ni de lo que los demás pudieran o quisieran hacer por prolongar mi existencia si esto exigía un mundo estéril a mis emociones justo ahora, en mi momento para experimentar.

* * *

-El lunes empiezo- me dije a mi misma como si se tratara de una dieta. Mi vida normal había terminado ese día después de los médicos y el delirio había tomado buena parte del mes que subsiguió pero ya sentía los efectos de la inactividad y me decidí a buscar un trabajo a medio tiempo que me diera lo suficiente como para dejar de depender de la opinión de mi madre sobre mi nuevo estado, del cual tampoco le había contado la verdad y no lo iba a hacer, sería demasiado doloroso para ella y asfixiante para mi la lucha que tendríamos que entablar por el control médico de mi vida, después de todo yo tendría que morirme algún día y ella siempre querría conservarme más y más. Pero sobre todo porque el material alucinógeno sobre el que mi mente había trabajado durante los últimos meses se estaban agotando después de someterlos a reflexiones interminables en el momento en el que mi mente y mi cuerpo se separaban.

El domingo no dormí, pensando con ansiedad en lucir normal para la entrevista y que había conseguido en el bar de un amigo de mi prima; esperaba buscarme una ropa que no me traicionara demasiado pero lo que realmente me preocupaba era el poder mantenerme conciente durante el tiempo que tendría que permanecer allí. Ya después de conseguir el trabajo, poco me importaba si lo lograba o no, pero en ese justo momento y, dada la necesidad económica, obtener el trabajo era bastante significativo. En la madrugada me levanté sin esperar a que sonara el despertador y me metí en la ducha durante un buen rato, allí me dejé escapar para liberar presiones y al volver estaba tranquila y lista para la calle; me vestí sin prisas y salí de casa silbando a Patti.

El viento de la calle pegaba fuerte aunque no era agosto, a penas si llovían unas gotitas finas que molestan en la cara pero no logran ni perturbar el suelo. Había empezado a andar segura y con paso firme pero cuadra tras cuadra mis ánimos se iban socavando y el temor se abría paso en mi interior: las cortinas corridas de mi apartamento me impedían ver el día a día del parque del frente porque así me sentía más libre pero ahora, que me forzaba a caminar por esas calles que de ordinario no veía, me sentía como imagino podría sentirse un marciano si se bajara del ovni en la mitad de Bogotá.

Al llegar a la casa del fulano me acerqué al timbre pero estuve varios minutos pensando si realmente quería un trabajo y una vida social de vuelta o si me gustaba más la soledad ascética de mi apartamento. Terminé tocando a la puerta y el tipo salió directamente a recibirme, menos mal no tuve que preguntar por él o hablar con nadie más.

Hablamos ahí, directamente en la puerta, sin pasar, sin "siéntate que estás en tu casa” ni nada de esas pendejadas. Hablamos del horario y de los requisitos, el sueldo estaba un poco bajo pero no me importó de a mucho porque no quería realmente tanto dinero sino lo necesario y porque me daba libertad para montar el show como yo lo quisiera, lo que me permitiría atribuirle al performance los ataques que pudieran venir mientras me presentaba; terminó diciéndome que empezara esa misma noche y en eso quedamos.

Así fue como llegué al bar y empujar la puerta, cargada con la guitarra, sentí como que entraba a una de mis ensoñaciones diurnas: las luces bajas pero brillantes, el ambiente del ruido y del murmullo de los clientes en esa pequeña caverna. Me dirigí hacia el barman para comentarle que venía a tocar y sin más, me subí a la tarima y empecé a tocar como en esa mañana de mayo, con rabia contenida y dolor que se iba exorcizando de mi cuerpo de a poco para ensordecer a los demás.

Después de unas tres o cuatro canciones vino la mesera a decirme que por favor le bajara al volumen y al tono de los temas porque los clientes se estaban quejando; yo iba a empezar a pelear con la mesera por lo derechos del performance pero en ese momento se me paró de frente y me miró así fijo, como si supiera que yo iba a protestar, y me sonrió. De momento la sonrisa solo fue bonita y me llegó a un lugar insospechado, pensé en la historia de esta muchacha sin nombre, en todo eso que la había traído a este lugar, a estas horas, a lidiar borrachos y clientes que se quejaban hasta por el contenido de las canciones. El momento de la sonrisa que parecía eterno se desvaneció con sus siguientes palabras.

-¿Entonces? ¿Le bajas?- Se recortaba ella contra la oscuridad que contrastaba con las luces de la tarima, parada así con la mano en la cintura pero sin amenazas, tranquila y sonriente con la voz muy firme. Dentro de mi alguien gritaba, me paré rápido, antes de que una catástrofe acabara con mi trabajo; bajé de un salto y entré al baño (que, por suerte, estaba cerca) mientras ella miraba desconcertada la escena.

Azoté la puerta del baño y abrí el grifo del lavamanos esperando que el agua estuviera bastante fría y me sacara del pasadizo en el que mi cabeza insistía en meterse, con ansiedad me mojé la cara y el cuello respirando con fuerza en un sincero esfuerzo por aferrarme a la realidad para poder volver a esa silla con la guitarra y a ver a la mesera, tal vez a preguntarle el nombre o solo el precio de las cervezas. Sin embargo mi cabeza pareció no concordar y me mandó por lo alto de los vuelos comunes allí mismo, aunque luchaba ya era tarde: tuve que dejarme ir…

Cuando pude volver a tomar el control de mi cuerpo sentí que iban a tumbar la puerta: los golpes eran atronadores y yo estaba bastante aturdida como para atinar a abrirla. La mesera de la sonrisa gritaba pero la música ahogaba el sentido de sus palabras y, mientras intentaba recomponerme pensé que no tenía idea de cuanto tiempo podría haber pasado entre mi entrada al baño y el momento presente, pero, debía ser bastante si la mesera estaba tal alterada.

Cuando por fin abrí la puerta la vi de nuevo, siempre tenía un efecto de luz y sombras que la hacía ver como un holograma de cuaderno: tan lejana y real, perfecta pero intangible y adimensionada. Su cara preocupada y ella en conjunto sudando el esfuerzo al que la locura mía la había llevado pero en una calma extraña, resignada casi, de los eventos que para mí eran desconocidos.

* * *

La cerveza estaba buena y yo, yo estaba perdida en un mundillo intermedio entre el real y el que pensaba, a medio camino entre la botella y su contenido y totalmente zambullida en las palabras con las que Juliana (la mesera de la sonrisa y los contrastes de luz) mojaba la noche, una que había resultado plena de acontecimientos que en parte aun me eran desconocidos.

-Pues si, llevo un año trabajando aquí-dijo Juliana antes de llevarse la botella a boca de nuevo- pero nunca me había tocado algo como lo de hoy, ¿no vas a contarme fue lo que te pasó?- lo decía como si fuera fácil, como si pudiera olvidar que estaba loca y contárselo, como si no fuera a perder el trabajo y la incipiente cordialidad por eso.

-¿La verdad?- Ya había decidido sumergirme en el vacío, tal vez ella podría entender…

-¡La verdad!- ella sí tenía certeza: las luces habían subido por completo y los contrastes que la adornaban desaparecieron; bajó a tierra para saber qué era yo y así no podía negarme a decírselo.

-Pues a ver- titubeé, ¿en serio iba a contarlo? –Hace unos meses empecé a tener momentos de ausencia en los que mi parte animal se apoderaba de mí, después de un tiempo fui al médico y, tras unos exámenes, descubrieron que tengo un tumor en la cabeza que hace interferencia con mi conciencia y pues, solo tuve uno de mis episodios y no quería pasarlo en la tarima.- Contuve el aliento esperando pero no pasó nada, descansé y su cara permanecía neutra, sus ojos igual de brillantes y de expresivos, ella no se aterraba con nada, ya me daba cuenta.

-¿Ya se lo dijiste a Roberto?-dijo por toda respuesta.

-No vi la necesidad, hubiera sido un obstáculo y realmente necesito este trabajo. -¡A ella no le importaba! Le preocupaba qué pudiera decir el jefe, a mi no.

Seguimos tomando la cerveza en silencio mientras el barman arreglaba la barra para cerrar y todo alrededor perdía su magia, mi alucinación conciente había terminado y, aunque hubiera podido ser mejor, no estaba mal; había conocido a esa muchachita a la que me gustaría poner en un llavero; ahora tenía que irme, volver al día siguiente ¿Volvería yo al día siguiente? ¿Estaría viva para ese entonces? Los miedos recurrentes sobre la muerte sí volvieron…

-Oye, ¿qué días vas a tocar?

Yo ya me estaba parando, guitarra en mano, más dentro que fuera del local. Me volví para contestarle pero el barman la había llamado para algo, así que me fui.

La calle… la calle siempre acoge; en esos días de adolescencia cuando los problemas con mi madre me salían hasta por los codos, a veces, encontraba un rato para caminar por el barrio, para irme mirando las rayas del piso y tener cuidado de no pisarlas, para ver a todos esos que salen a pasear a la mascota pero que no quieren que el perrito orine en tal sitio y les molesta que olfatee tal otro. La calle y su aire estricto y frío, era en mi barrio, una calle estéril, de casas ricas y escoltas en los andenes, de silencios que quebraba una moto, de fucsias papeletas de bazuco en los rincones en los que la marginalidad pugnaba por notarse, en esos pastos donde los gaminsitos (que en ese entonces tendrían mi edad) se tiraban a mostrarnos que lo que nosotros teníamos por dentro era lo que ellos vestían, que nuestros sucios secretos avasallaban la mugre de meses de los muchachos perdidos de la calle. La calle se convirtió en una ensoñación, en un delirio que me llamaba, buscaba siempre el escape hacia sus muros de cruces gamadas y sus parques derruidos, el silencio de la calle y los gritos de la loca que, por destino, había sido mi madre eran diferencias fuertes; no puedo decir que prefiriera uno o el otro, ambos eran parte de mi vida, momentos en los que ni mi madre me ladraba y otros en los que no podía parar de gritar, a veces gritaba hasta con la voz baja, censuraba mis movimientos y me observaba con ojos felinos buscando mi caída.

Afuera era libre, como en ese momento que abandonaba el bar, que perdía y ganaba intimidades. Unos muros que se derrumban y otros que se levantan: el blanco y negro contrastar de la vida en mí vida, instante en el que dos vidas aparte se cruzan y se sonríen como viejas conocidas que nunca llegaron a ser muy amigas. Sola en el frío de julio, en el silencio de las tres de la mañana, caminaba, cavilaba. Dormí esa noche en otro lugar que estaba dentro de mi cama pero que no se parecía a mí.

* * *

No volví desde esa noche, no volví nunca. Estaba perdida, ya sabía eso. Con la mirada había reconstruido mi apartamento, yo era nueva y él también: estábamos enamorados, no sabíamos de qué y menos de quién pero amábamos tanto! Amábamos la brisa temprana de los últimos días de Julio, el color del atardecer del cielo en la plena mañana, las noches sin media estrella, sin nada que nos opacara; pero siempre acuartelados, él en mi, yo en él; salvos de nuestros amores complejos, escondidos y en paz.

El espacio en el que los hombres (y algunas mujeres) duermen yo lo anulé, la noche se volvió un delirio interminable y arrollador, no sabía en que momento la tarde se poblaba de sombras, yo ya estaba lejos para cuando la iglesia del barrio doblaba su campana anunciando la misa de siete. Pasaba de todo y era como siempre lo había querido: enloquecedor, sin relación alguna con el universo diurno y plano de mi asquerosa rutina de muerte.

No tengo idea de cuanto tiempo pudo haber pasado desde la última vez que salí de casa, a tocar a ese bar, hasta el día de hoy y no sé quien podrá ser el que toca el timbre como un desquiciado en la puerta de al lado, ¡Que duro suena el timbre vecino en mi cocina! ¡Ah no, es mi timbre! ¿Abro la puerta? ¡Abro la puerta!

Abro la puerta de a poco, no quiero ni ver quien pudo haber venido a joder mi paz, pero cuando ya hay suficiente espacio la veo ahí parada: fantasmagórica porque en el hall no hay luz y su sonrisa a penas roba un poco al foco de mi recibidor; sonrisa y mano en la cintura como a ella le gusta, contraste de luces, modelo de cuaderno, holograma de aquello que he estado pensando y rumiando sin atreverme a nombrar.

-Hola, ¿qué haces aquí? ¿Cómo sabes donde vivo?- rápido, sin saludos, sin situación incómoda previa, sin cortesía.

-Hola Paula, estaba preocupada por ti, no volviste!

-Si, no tuve ganas...-que mierda, no iba a mentirle.

-Quería verte, que habláramos un rato, ¿tienes tiempo?- acompañado de una sonrisa sin precedentes; que linda, en serio, linda.

-Pasa- terminé de abrir la puerta y me dio un beso en la mejilla a modo de saludo, yo me quedé helada.

Se sentó en la sala; realmente no sabía como continuar, siempre había sido más bien poco sociable y la situación me incomodaba: yo estaba jugando de local pero no podía coger la bola, la tensión me tenía al borde de soltarme y dejar que algo más me manejara hasta que hice clic: ¿Por qué era tan importante esta muchacha que no conocía bien? ¿Tenía ella una respuesta a mis noches de ausencia y a mis días de depresión creativa?
-Después del día que hablamos- empezó por fin- me quedé preocupada por ti, pensé que te vería al día siguiente y me contarías que pasa con tu vida, como la vives, si estás en riesgo de morir- yo me iba desencajando de a poco-, y si lo estás ¿qué piensas hacer?

-Que cantidad de preguntas y todas sin respuesta. No sé Juliana, en riesgo de morir estamos todos- fue una frase suelta, yo no estaba implicando nada.

Ella se embarcó en una aventura sobre la vida y su sentido y yo desconecté en sus ojos. A lo largo de la vida, mucha gente me ha mirado a los ojos y yo he correspondido; siempre me había preguntado qué era lo que intentaban con esa maniobra y por qué yo, indefectiblemente, terminaba fijándome en las pequeñeces de las caras (mezcladas, ahora) de los que se habían atrevido a hacerlo. Pero en ese momento, mientras ella se deshacía en una historia de un cura que visitaba los tugurios, entendí qué es lo que la gente busca; vi por primera vez, en unos ojos, a esa persona que me miraba. La vi por lo que era, no por lo que mostraba, sus ojos eran tristes y opacos mientras hablaba aunque en su cara se dibujaba una sonrisita tibia.

Esta muchacha tenía fibras, soñaba con el desayuno en la cama los domingos y con colgar cuadros de oscuras tormentas en alta mar en la pared principal de su sala. Creía en la compasión desmedida y rebosaba de ella, compasión por los demás pero nuca por sí misma. Amaba sin medida y sin objetos, su amor era libre y lleno de esa misma compasión. Era perfecta aunque sus pupilas delataran el miedo exagerado que sentía por el instante siguiente. Era lo que yo buscaba pero estaba envuelta en el paquete equivocado, yo no podía con tanto y todo al tiempo…esto también tendría que irse por el sifón en mi próxima ducha

Tuvo que haberse dado cuenta de que yo no ponía atención porque paró en la mitad de una palabra y se me quedó mirando en ese instante en que dos pares de ojos se encuentran y alguien tiene que darse por vencido, la que se rindió fui yo: miré instintivamente hacia el lado, ya había visto suficiente sin que ella me observara.

-¿Qué?- mortalmente seria.

-Nada…

-Mira, yo vine a decirte que desde que te vi me gustaste y no voy con los rodeos ¿Te interesa?- totalmente a bocajarro!

¿Qué podría responder yo? Sonreí pero fue por pena, porque sí me interesaba pero ya me había propuesto mandarlo por el sifón al día siguiente y mi propósito era razonable: yo iba a morirme y no podía, en ese momento, asumir algo que siempre había ignorado, asomarme a lo más profundo de mi misma y amanecer helada, y eso no había forma de explicarlo; sólo yo sabía que mi muerte era un proceso que ya estaba atravesando y que no quería compartir, no quería poner a más gente en riesgo de morirse conmigo.

-Juliana…- pero no pude terminar la frase.

-Si, ya sé, me voy, nunca debí haber venido, si no volviste fue por algo...- se paró.

Me quedé triste, la miré levantarse y caminar hacia la puerta rápido. ¿Quién era yo para detenerla? No podía decirle nada que hiciera la diferencia así que la dejé irse, a esa muchacha que quizá tenía la respuesta a mis días y mis noches se fue como vino: sorpresivamente. Su visita fue como un sueño o una alucinación, pasajera y balsámica.


* * *

Del otro lado de la línea, Roberto no podía entender por qué quería yo el teléfono de una de las meseras del bar al que solo había ido una vez, se empeñaba en decirme que nuestro amigo común le había dado buenas referencias como para que yo hubiera dejado tirado el trabajo y ahora lo llamara a pedirle un favor.

-¿Me lo vas a dar si o no?- le dije ya por último, el recitó los números y tan pronto capté el dígito final tiré el teléfono. ¡Hasta nuca bastardo!

Marqué con ansiedad su número y alguien contestó, tenía una voz dulce, casi musical que me intimidó de momento; finalmente hablé, a penas dije su nombre, pero del otro lado alguien me corrigió.

-Juliana no está aquí, hablas con la hermana. Ella tuvo un accidente anoche, esta en coma.- Su voz se quebró.

Entonces caí en cuenta de lo cierto de mis palabras de aquella noche: todos estamos en riesgo de morir. Quise preguntar en qué hospital estaba pero mi voz ya no era mía, de pronto me sentí desamparada, desprotegida, desilusionada, todos los des-algo que se pueden sentir. La hermana colgó y quedé sola.

Entonces empecé a recordar: recordé lo que había tocado en esa mañana de mayo, recordé exactamente cómo había llegado al balcón aquella noche helada, recordé el momento en el consultorio del médico, recordé pequeños instantes con sus cronologías del desastre y lloré por primera vez en varios meses.

Así llegó el punto en que las lágrimas ya no salían pero yo estaba vomitando mi mente hacia la conciencia, tanto tiempo perdido en mi, tiempo que habría valido oro junto a alguien que genuinamente importaba, que se apartaba, que de entrada sonreía diferente, que tenía un par de ventanales con buena vista al alma enmarcados en dos filas de pestañas crespas y largas.

No hay palabras precisas para contar la rabia que sentí en ese momento, el agudo sentido de pérdida, de desarraigo por el mundo y por la vida misma, auque no fuese una derrota integral, me sentía aplastada por una bota antimotines.

* * *

No salí de mi casa hasta ese día, la calle me sentó fatal, tenía los ojos irritados y la conciencia totalmente inservible, volaba como un zeppelín: cada diez minutos en vuelos cortos y accidentados, me sentía cerca de despedirme ya, de pronto allí mismo, en otro hueco, caería yo en esa ocasión.

Juliana murió a los tres días, y aunque hubiera vivido conectada a un respirador, para mí ya estaba muerta, sus ojos ya no se volverían a abrir y toda la luz que se tragaría vendría de un foco frío e impersonal. Yo me había muerto hacía rato ya, aunque no lo sabía, aunque a veces me escapara de la fosa en la que mi cuerpo vivo reposaba.

La gente del cementerio, los que habían tomado fotografías de mejor calidad de su sonrisa perfecta y sus ojos tristes, estaban muertos también; partes grandes de sus intactos cerebros y pútridos sentimientos se verían aprisionados por la tierra en pocos momentos.

Yo, sin embargo, que ya estaba podrida desde hacía mucho tiempo y que me marchitaba a pasos agigantados había encontrado en esa persona casi desconocida lo que busqué por años sin éxito en los fondos de los vasos, en la última hora de la fiesta, en los cafés que tomé con miles de inútiles, en mi madre y mi familia, en compañeros de viaje con los que nunca llegué a tomar el tren. Ella transportaba por la ciudad un par de ojos diáfanos y una sonrisa perfecta, el holograma se había roto y con él mi mente: tenía un dolor de cabeza que se sentía como si la hubiese metido en uno de esos mamógrafos que normalmente atormentan otras partes del cuerpo.

Ese día no lloré, de hecho, después de haberme enterado de la noticia no volví a llorar, entonces entendí que realmente ella no me importaba, que uno se enamora a diario de las personas por lo que siente cuando está con ellas, que muchas veces esto puede ser un amor menos que romántico pero calienta las mejillas por un par de horas y recuerda que se está dentro del mundo y se es al calor de las caras de los demás.

En medio de los personajes de trajes negros y caras pálidas encontré un viejo amigo de la adolescencia, un compañero de fiestas y disertaciones complicadas sobre libros y pinturas, el también la conocía, era su mejor amigo; la parte de que él se enterró ese día lo convirtió en un muñequito de biblioteca. Después del entierro fuimos a tomar café y a adelantar el cuaderno del anecdotario de los últimos quince años de nuestras vidas, que habían tomado caminos parecidos.

En los días, meses y años que siguieron nunca volví a escaparme de la conciencia, jamás sentí la necesidad y tampoco lo extrañé, el tumor seguía en su sitio porque el médico me lo confirmó, pero yo estaba bien, tranquila y seguí así, tocando y leyendo, cantando a Patti en los desayunos y a veces en las comidas, con Marcos.

Hoy, cuando miro hacia los momentos por lo que atravesé cuando me perdía de mi misma, hoy que los recuerdo, sé que lo que en esos mismos momentos sentí y pensé no lo hubiera podido vivir con calma a plena conciencia, lo que la enfermedad me trajo me liberó del tabú de la locura y de la vida en sí; fue un sentimiento nuevo y fugaz que perdió su objeto antes de haberlo divisado. La parte de mi ser que murió con Juliana ya no merece la pena el recuerdo, no fue la locura, no fue la soledad, no fue ni siquiera el miedo a las relaciones cercanas, murió algo mejor, algo peor, algo más necesario y desechable que la identidad. Pero eso ya es una cosa que el que lea tendrá que imaginar…

Texto agregado el 31-07-2006, y leído por 98 visitantes. (1 voto)


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